Hay quien dice que la potencia sin control no sirve de nada. Pero lo cierto es que la potencia con control puede derivar fácilmente en corrección, tonos neutros y, en definitiva, asepsia. Un rasgo que se filtra en no pocas ocasiones en ese intento por alcanzar una sobriedad desde la que abordar en perspectiva períodos históricos muy concretos. En especial, en cuanto más nos acercamos a determinados marcos político-sociales.
Asier Altuna aborda desde su nuevo largometraje, en una adaptación de la novela La hora de despertarnos juntos de Kirmen Uribe, precisamente uno de esos periplos repletos de inestabilidad y cambios. Mientras muchos vascos se veían obligados a refugiarse en Francia a raíz del triunfo del bando nacional, la Segunda Guerra Mundial empezaba a dar sus primeros coletazos. Y, como sucede tantas otras veces, algo de esa asepsia involuntaria contiene esta Karmele, más empeñada en recrear minuciosamente una ambientación desde la que trasladarnos al punto exacto donde se sucede el relato, que de ahondar en la relación, con sus contradicciones y disparidades, entre los dos personajes centrales. Apenas un par de escenas sirven para poner en relieve esta contrariedad, tan propia de los asideros de un conflicto que, como individuos, debemos confrontar de un modo u otro. Es por ello que sorprende el desarrollo plano y sin variantes, apoyado en una comodidad palpable.
Ese confort es precisamente el que delimita el contorno de un film que se limita a ofrecer una descripción superficial de los hechos. Un recorrido por el periplo de esa familia que se irá formando y creciendo a medida que avanzan los acontecimientos, donde cualquier atisbo profundidad se recoge básicamente en las interpretaciones de sus dos personajes centrales, y en una expresividad que sí atisba, por momentos, aquello que se desea transmitir.
La fotografía de Javier Agirre Erauso es, en ese aspecto, lo más destacable del film, tanto en una planificación que recoge mediante planos cortos esos intervalos que logran trasladarnos, ni que sea por un instante, a las inquietudes de sus protagonistas, como en una plasticidad que es capaz de vislumbrar a través de sus planos generales algunas de las escenas más poderosas y remarcables del relato. Creando incluso ambientes cercanos a la fantasmagoría, como en esa reunión entre Karmele y Gardoki tras la desaparición de Txomin, y dotando de expresividad y fuerza a su simbólico cierre.
Pero su problema es que no consigue ir más allá de la consecución de atmósferas muy concretas o de momentos valle, quedando prácticamente todo a merced de un academicismo vacuo que no despereza un libreto demasiado acomodaticio. Incapaz de proponer variantes, nos encontramos con una narración sin sacudidas, demasiado limpia y, pese al convulso periodo en el que se desarrolla, sin asperezas.
Sí cabe destacar que Altuna privilegia una faceta eminentemente dramática y, por ello, evita desvíos genéricos de cualquier tipo: incluso cuando el film se sumerge en los vericuetos del cine de espionaje, el cineasta evita cualquier fuga en torno a una posible intriga o a cualquier conato de thriller. Su estructura continúa sumida en las pulsiones derivadas de las distintas relaciones entre personajes y una supervivencia que, aunque contraste con las intenciones políticas de sus protagonistas, se antoja primordial.
Karmele retrata aquello que a tantos les fue arrebatado y, aunque no lo hace desde una perspectiva universal —como comentaba, en ocasiones apenas se atisba esa hosquedad propia de tiempos de entreguerras, inestabilidad y decadencia—, logra trasladar esa frialdad tan propia a través de sus escenarios y de cada circunstancia. Una lástima que dicha frialdad se contagie a otros aspectos que dotarían al film de una dimensión mucho más propicia, y es que el nuevo largometraje de Altuna termina recorriendo una tierra de nadie que, sin resultar deficiente, es tan baldía como para no perdurar en una memoria que si queremos conservar —por aquello de no incurrir en los mismos errores— bien merece reflejos más vívidos.

Larga vida a la nueva carne.