Joann Sfar… a examen

Joann Sfar codirigió junto a Antoine Delesvaux una versión animada de su serie de cómics El gato del rabino, en la que un gato adquiere la capacidad de hablar tras comerse un loro y discute con su dueño y con otros personajes sobre creencias y valores religiosos desde su punto de vista particular. Esta adaptación condensa varias de sus historias en un metraje de hora y media, que nos permite observar al protagonista interactuando con toda suerte de personajes y con distintas formas de organizar la sociedad en base a la fe.

Esta organización de la narrativa no hace ningún favor a una película que se siente comprimida, y que con más frecuencia de la debida parece meramente un vehículo para meter tantas cosas del original como quepan. El ritmo de los acontecimientos resulta fallido, muchos personajes y motivaciones aparecen desdibujados o aún más caricaturizados dentro de su estilo ya caricaturesco, y esto afecta sobre todo a la inmersión en una historia que tal vez habría aprovechado mejor un tono más reposado y menos ambicioso.

Porque en la película hay una gran cantidad de ideas y conversaciones interesantes, que brillan en particular durante la primera mitad, en la que vemos al gato protagonista criticar desde su base postulados que nunca se habían puesto en duda, discutiendo con el rabino Sfar sobre dogmas y obligándose ambos a conceder y reformular argumentos. De hecho, cuando está en mejor forma es durante estos instantes tranquilos y de escasa trascendencia discursiva. Y también en los conflictos: en el miedo al fracaso del rabino Abrahame y la desesperación del gato por no poder ayudarle, o en las crisis emocionales que le provoca a este último haber despertado una conciencia humana. Es decir, cuando su enfoque está en las emociones e interpretaciones individuales.

Esto no significa que tenga pocos o ningún momento de lucidez al ahondar en temas más complejos de las sociedades humanas. Desde la puya a Tintín como ejemplo de racismo y condescendencia colonial hasta la tensión asfixiante de tener que medir las palabras frente a un pueblo tan hospitalario como intolerante, hay varias secuencias muy logradas que ahondan sobre las cuestiones del racismo, el fanatismo religioso y los choques culturales. La película por momentos no puede evitar sentirse ella misma algo condescendiente y aleccionadora, particularmente con su uso de ciertos personajes que parecen escritos explícitamente con el único objetivo de crear fricción y justificar el choque (Vastenov en especial es enervante), aunque realiza un trabajo encomiable al poner estos temas en perspectiva y favorecer el intercambio de ideas para llegar a su conclusión.

El problema aquí es que la cinta, estructurada desde su segunda mitad como una aventura por diferentes lugares, se siente más como una excusa para divagar. Por supuesto, se entiende en esto un propósito que es el de contar una historia en la que los personajes son símbolos, que se utilizan como matrices para hablar y discutir puntos de vista. Esto no tendría por qué tener nada de malo siempre y cuando estuviera bien ejecutado, pero no puede decirse que sea especialmente buena en eso y no logra compensar la ausencia de un enfoque más detallado y respetuoso en los personajes, y en particular de una introspección emocional que con sus peros era una parte más integral del filme al principio. Sufren de esta degradación en particular Abrahame y el gato, quienes anteriormente habían mostrado un carácter más complejo que el vehículo para la reflexión en el que a veces parecen dispuestos a convertirse.

Pese a sus inconsistencias temáticas y narrativas, y más allá de las intenciones, siempre muy interesantes, sí hay un aspecto en el que se demuestra sólida y destacada: su dibujo. Con diseños y fondos estilizados y llenos de personalidad, la obra crea una estética tan distintiva que de por sí haría que mereciese la pena verla, destacándose en particular en la calidad de su iluminación, de su coloreado y de los detalles de sus superficies que recrea en un estilo tan aparentemente sencillo como minucioso. Y es que El gato del rabino no está exenta, es más, rebosa problemas derivados de su desafortunada estructuración narrativa y de la falta de convicción producto de un discurso con más ambición que recursos retóricos; pero a pesar de que se reserva secuencias maravillosas y a que conserva de algún modo su valor como propuesta tras sus constantes coqueteos con la mediocridad, finalmente su mayor baza resulta de la creatividad y calidad de su presentación visual y de la fuerte identidad propia que surge de ello, resultando en último término un visionado tan irregular como interesante.

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