Hannah (Andrea Pallaoro)

Cómo traducir a partir del gesto la psicología de un personaje que intenta negar su propia imagen. Esa parece ser la pregunta que Andrea Pallaoro pretende no responder, pero sí desarrollar en su segundo largometraje.

Tras una adaptación libérrima del mito de Medea, convertido en tragedia por Eurípides, el autor italiano reivindica el cine del gesto, cediendo su puesta al cuerpo, las manos y el rostro de Charlotte Rampling.

En lo formal pueden argüirse diferencias evidentes, pero en lo temático es inevitable mencionar 45 Years, película estrenada hace dos años, dirigida por el británico Andrew Haigh —autor de Lean on Pete, que se estrena también este 18 de mayo—. Al igual que en Hannah, una mujer, también encarnada por Rampling, debía hacer frente a una revelación que ponía en jaque su longevo matrimonio y, por ende, toda su vida y su identidad. Haigh, por su parte, optaba por la profundidad de campo, una cámara móvil pero estable y, sobre todo, distancia respecto de su protagonista. En este caso, Pallaoro fragmenta el cuerpo de Hannah, divide sus acciones en gestos y alarga sus silencios. Fuerza la duración y, probablemente, exija más de lo que puedan esperar algunos espectadores, pero no quepa duda que la espera merece la pena. No solo es la experimentación con el tiempo; Hannah se mantiene en la linde entre la ficción y la no-ficción. Por un lado, adopta las maneras del documental, tratando de capturar una imagen que huye, que rechaza ser filmada —el plano secuencia final rubrica el filme como una variación post-Dardenne con Rosetta como claro referente—. Por otro, el sugerente uso del sonido dibuja un fuera de campo que dota de significado todo aquello que la contención de Rampling esconde. De hecho, Pallaoro no parece demasiado interesado en explicar cómo se siente, más allá de lo que su rostro sea capaz de decirnos, que no es poco, pues no es hasta prácticamente el final de la película que el espectador puede atar cabos acerca de los motivos del encarcelamiento de su marido. También el guion oculta mucho más de lo que explica y prefiere centrarse en naderías, escenas narrativas —y aparentemente— insustanciales, en las que lo visual se impone. Un viaje en autobús puede convertirse en la lucha de un rostro por sobrevivir ante la luz reflejada en un cristal o, quizá la escena más reveladora de todo el metraje, un paseo a la floristería hace que Hannah se tope con un rodaje en plena calle. Sus ojos se pierden en el humo, los trajes de época y las cámaras que ruedan esa fantasía que parece tan real.


Ya en Medeas, su anterior filme, a pesar de la crueldad característica del material de base —el dolor en las tragedias griegas servía como redención catártica—, era capaz de proponer una visión pudorosa del inexorable descenso a los infiernos de su protagonista y toda la violencia que eso supondría. En este caso, puede considerarse el paso adelante de un director que se consolida como cineasta de lo real, inequívocamente humanista, pero que, con elegancia, se deja conducir por una actriz —con permiso de Binoche, por mencionar una de las intérpretes cuyo legado quedará grabado a fuego en los anales de la historia del cine— capaz de condensar toda una miríada de sentimientos en una mirada.

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