Góndola (Veit Helmer)

Un teleférico destartalado comunica Khulo y Tago en la región de Georgia más cercana a Turquía. Veit Helmer no necesitó subirse para visualizar su gran idea: reproducir el cine de enredos de la etapa más primigenia del cine con la excusa de no poder comunicarse entre cabinas en mitad del cielo.

Todos sabemos de las debilidades que protagonizan las películas de Helmer, las mujeres y el bullicioso silencio. Siempre se ampara en bellas jóvenes que con su simple presencia y mimético rostro son capaces de expresar con detalle cada diálogo que habita en la mente del director. Una música agradable, una trama sencilla y ya solo queda disfrutar del espectáculo que ha preparado para nosotros.

Góndola es un viaje de ida y vuelta a los sueños y pasiones de dos jóvenes azafatas de teleférico. Una recién llegada y otra deseosa de zarpar en vuelos internacionales, ambas se descubren a través de sus efímeros encuentros durante el cruce de las cabinas a medio camino. La historia es sencilla y se cuenta rápido, pero es solo una excusa para desplegar la imaginación con intención de mejorar esos encuentros. Helmer no se conforma únicamente con miradas, desplantes y gestos. Busca adornar los intercambios de teleféricos con disfraces, revistiendo los vagones y tocando música para amenizar lo que a todas luces es un trabajo poco apasionante. La diversión la ponen ellas en un viaje por los cielos donde solo encontramos unos pocos pasajeros que se repiten una y otra vez, con la intención de crear vínculos diferentes con cada una de las muchachas. Góndola se vuelve metódica y se aprovecha de esas repeticiones para encontrar diferentes variantes a una misma situación, forzando ese instante en el que coinciden las chicas en el espacio como si estuviera parado en el tiempo para poder dar forma al relato que subyace de la comedia. Porque el verdadero interés surge cuando aparece el juego de seducción entre ambas, cuando se esfuerzan por conquistar lo que desde un inicio se entiende como una atracción que nace incluso antes de conocerse. Aquí es donde aparece el mimo de Helmer, una intimidad que supera con creces la parte más liviana y entretenida del film, confirmando su idolatría por el cuerpo femenino con delicadas imágenes en las que soñar tiene un aroma más cálido.

Helmer no necesita palabras, pero sí se emplea a fondo en el sonido, acompañando de sonidos propios de maquinaria, pequeños suspiros humanos y una cuidada selección musical con la que transmitir la positividad y festividad que abandera el film. No quiere decir que únicamente se base en una historia buenista ajena al mundo actual, pero prevalece en todo momento un tono amable y acomodado para conseguir una película llena de optimismo y ganas de vivir, algo muy propio del director en su cine.

Es cierto que emplea todo tipo de trucos para que le dé tiempo a contar lo que necesita en cada momento, llegando a no importar si los vagones vienen o van, suben o bajan, siempre y cuando sirva para cruzar pequeñas historias diurnas que impregnen de animosidad la pantalla. Quizá no sea su película más notable, pero es fácil disfrutar de unos amplios y verdes paisajes, con ciertas estampas idílicas llenas de personajes sencillos siempre dispuestos a gozar del momento, con o sin góndola de por medio.

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