Fallen Leaves (Aki Kaurismäki)

Después de cinco años, vividos como un largo desierto, Aki Kaurismäki regresa a la gran pantalla. Afortunadamente, lo hace con una historia entre dos personas, un encuentro cara a cara que parece desafiar al mundo y su realidad, ya que el amor en las películas del finlandés se convierte en un acto de resistencia. Quizás incluso desafíe nuestra propia condición, quién sabe. Porque en estas historias tan características a las que nos tiene acostumbrados, hay una suerte de sortilegio que parece transitar por encima del hilo que une la vida y la muerte, y en el que estamos inscritos sin más explicación que la que ofrece su desenlace.

Sin embargo, no nos dejemos llevar por el pesimismo, ya que la forma en que las películas del director finlandés están escritas, soñadas y confrontadas, recuerdan al alma de El séptimo cielo (1927) de Frank Borzage. Y sus personajes, al igual que Chico y Diane, también dan la impresión de poder con todo. Es decir, trascender gracias a la justa ternura en la que están circunscritos, y convertir al mundo en un milagro… Aunque se dice que, desde que murió C.T. Dreyer, estos ya no son posibles. Pero no, están equivocados, no hay mayor testimonio que las películas de Kaurismäki para seguir creyendo en ellos.

Sin embargo, a pesar de lo mencionado, hay una cualidad adicional que prevalece y subyace en todas las películas del finlandés. De manera similar a otro director estadounidense, Frank Capra, es precisamente la habilidad, como un tesoro, de dejar al espectador más humano de lo que era al principio, antes de haberla visto. Uno sale de la proyección y, tal vez, aunque sea de manera ilusoria, siente que el mundo respira de otro modo. Ilusión o no, se vive de esta manera y, aunque perdure poco, se cree por unas horas en el hombre como religión. Y esa, quizá, es la más alta virtud que se puede aspirar en cualquier arte, ¿no pensáis? Es decir, devolver al hombre al centro del ser humano.

Y, en esta ocasión, son Ansa, Holappa y su historia quienes nos harán mejores. Los protagonistas, como es característico en el director finlandés, son dos personajes marginales, anónimos y, tal vez, voluntarios en ser sordomudos de esta época y mundo. Pues, desde su silencio, casi como si fuera un verbo, practican la resiliencia de aquellos que viven en este mundo, pero con la ternura e inocencia de quien aún es niño, y nunca va a dejar de serlo.

Por su parte, Ansa trabaja en un supermercado, difuminada entre la modernidad y sus demandas, con una vida social escasa, pero con aún menos deseos e ilusiones al respecto. No obstante, es importante no malinterpretar esta primera descripción. Porque, si bien el director finlandés nos muestra a personajes aparentemente desangelados, tristes y quizás con una apariencia apática, detrás de esa fachada se esconden verdaderos héroes que llevan la integridad como escudo y la ternura como espada. Y, por supuesto, este es el caso de Ansa y la persona a la que ella va a querer, Holappa.

Holappa es un alcohólico que trabaja como operario y peón en el mundo del metal, dentro de una fábrica donde enfrenta condiciones precarias, pero nunca se queja de ellas. Reside en un pequeño habitáculo, similar a un contenedor industrial, en las afueras, compartiéndolo con tres compañeros, siendo uno de ellos su mejor amigo. Un hombre de cincuenta años, apasionado y melómano hasta la médula o, más bien, hasta el espejo de su propia soledad.

La historia de la película, pues, no es más que la de un hombre que conoce a una mujer y la de una mujer que conoce a un hombre. No hay más, pero al mismo tiempo, está todo y no falta nada. Porque si en la vida sucede así, ¿por qué debería ser distinto dentro de la pantalla? Aquellos que se descubren, como si el encuentro fuera la madera a la que se aferra el náufrago en pleno mar, están destinados a descubrir el mundo y su esplendor. Y eso es precisamente lo que hacen Ansa y Holappa, junto con el pequeño perro que responde al nombre de Charles Chaplin.

Quienes vean la película comprenderán lo que estoy diciendo, ya que en su primer encuentro, en el pequeño bar del pueblo, mientras suena una dulce sonata de Schubert, los protagonistas cruzan por primera vez sus miradas. Y ahí comienza el juego, la timidez, el despiste, el no darse cuenta, el hecho de recibir las miradas del otro y, acto seguido, como un animal del bosque, rehuirlas para esconderse en un refugio del que no tardarán en salir. Volver a mirar y, de nuevo, volver a sentir.

Los protagonistas, o quizás cualquier modelo de Kaurismäki, viven con una música que nos recuerda, también, a la de Howard Hawks. Mientras que este último convertía a sus personajes en auténticos estoicos para el trabajo, la dedicación y la camaradería, el finlandés lo hace para la ternura. Y esta es la verdadera virtud de Kaurismäki, ¿cómo es posible que la ternura se vuelva estoica? Sí, sucede de esta manera, otorgándonos un fervor y una resistencia inaudita que nos alcanzan e iluminan en estos tiempos de crepúsculo, si es que ha habido alguno en el que no sea así.

Hablando de iluminación, viene a la memoria la historia de Diógenes, el maestro de la escuela cínica, quien, incrédulo y descontento con lo mundano, caminaba con un candelabro a plena luz del día en busca del hombre justo. Confío en que él habría asentido, sonreído y, quién sabe, tal vez habría encontrado alguna respuesta en estos personajes, de la misma manera en que lo he hecho yo en la película. Porque, quizá, con ese último plano que guiña el ojo a Tiempos modernos (1936) de Charles Chaplin, se resume que lo único que puede seguir iluminando son aquellos que, ya sea de manera cómica o dramática, pero juntos, continúan su camino. ¿Qué más, sino, se puede hacer?

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