Entrevista a Manuel Martín Cuenca, director de El amor de Andrea

El pasado 24 de noviembre se estrenaba en cines El amor de Andrea, el nuevo trabajo de Manuel Martín Cuenca. La película es un delicado ejercicio de observación en el que la cámara se coloca delante de una protagonista herida de silencio y ausencia que busca con el ímpetu propio de su juventud a su padre. Todo se mueve entre el silencio de lo cotidiano y el dolor de la incomunicación; entre la emoción contenida y el grito ahogado; entre la perfección de la sencillez y la luz de la genialidad. Charlamos con el director.

Rubén Téllez: ¿Cómo surgió la idea de la película?

Manuel Martín Cuenca: Fue una conversación que tuvimos mi coguionista, Lola Mayo, y yo hace bastantes años. Hablábamos un poco de nuestras juventudes, de nuestras infancias, de la construcción de los afectos, de cómo era la relación con nuestros padres. Y, de repente, surgió la idea de una chica que en determinado momento demanda a sus padres para que cumplan sus obligaciones. Son dos padres separados que no se acaban de entender, el padre de repente ha desaparecido y pensamos qué haría esa chica, cómo le afectaría. Esa conversación se quedó en mi cabeza durante mucho tiempo. Yo pensaba que ahí había una película. Y cuando llegó la época de la pandemia, donde yo sentía de una manera muy personal, porque me enfadó mucho, que ciertas campañas institucionales estaban estigmatizando a la gente joven, como si ellos fuesen los culpables de los contagios. Hubo campañas realmente duras, tipo «un cubata más y tu abuelo muerto». Cosas de ese tipo. Y sinceramente me indignaron, porque suponían un retrato general de la juventud que, más allá de que haya algún o alguna irresponsable, les ponía como un grupo de tarados que lo único que quieren es irse de fiesta, tomar drogas y pasar de todo. Ni yo ni Lola habíamos vivido la juventud así, ni sentíamos que la juventud fuese de esta manera. De repente surgió la idea de hacer esta película y contar la historia desde el punto de vista de los jóvenes. Contar que, más allá del retrato que puedan hacer las series de televisión, la gente joven lo que está es preocupada por construir su vida, sus afectos, la relación con sus padres, con sus amigos y con los amores que van surgiendo. Es decir, son personas con un discernimiento muy claro de la realidad y con una responsabilidad a veces mayor que la de los adultos, porque encima tienen los sentimientos más puros. Los adultos a veces han entrado ya sin ser conscientes de ello en dinámicas tóxicas. Nos planteamos construir una película que hablara de dos padres que han gestionado muy mal la separación, sobre todo el padre, y cómo encaja esto en la vida de la protagonista y de sus hermanos.

R. T.: La película está construida sobre los silencios, los tiempos muertos en los que aparentemente no pasa nada. ¿Fue muy difícil crear la historia desde la contención narrativa?

M. M. C.: No. Yo creo que la vida está construida de eso. Por ejemplo, hay un conflicto de clase del que no se habla. La clase trabajadora tiene hijos, se separa, tiene una precariedad económica y en Cádiz lo vive mucha gente de una manera muy clara. De repente te encuentras con que son los hermanos mayores los que se ocupan de los pequeños. Actúan de madres o de padres sobre los pequeños de la familia. Trataba de contar ese tipo de cosas, ¿y cómo se puede contar ese tipo de cosas sin echar un discurso que no sea dogmático ni doctrinario?, pues viéndolas. Construyendo la película con escenas en las que se ve eso. No es silencio, es acción. Yo hago cine de acción, en el que a través de las acciones, el cuerpo y las miradas se entiende lo que les pasa a los personajes, no hace falta hablarlo. El cine de acción no es sólo el de pegar tiros o pegar saltos, sino el de ver las cosas que ocurren. La película está muy centrada en eso, en ver cómo es la vida de esta chica.

R. T.: Otro tema que subyace en la película es la incomunicación.

M. M. C.: Claro, está ahí directamente. La batalla se establece entre una pareja que ha dejado de quererse y es absolutamente legítimo, pero sus batallas personales se establecen en el territorio de los hijos. Que, además, está el peligro de que se sientan responsables de esas batallas, que no tienen nada que ver con ellos y, por tanto, acaben traumatizados en el futuro. En ese sentido, nuestra heroína, Andrea, hace algo que probablemente en una situación similar la mayoría de los adolescentes no tengan la fuerza, el valor o la lucidez de hacer. En ese sentido, la película trasciende un poco la realidad costumbrista y va más allá. Decíamos en broma que esta chica probablemente se haya ahorrado veinte años de terapia haciendo lo que hace, confrontado a sus padres. Pero, efectivamente, desde el paternalismo, los dos son sus antagonistas. El padre porque está ausente y pasa de todo. La madre, porque tampoco quiere ayudarla, tampoco quiere ser clara; la trata como a una niña cuando le conviene y la trata como a una mujer cuando también le conviene. La historia deja en mal lugar a los adultos, cosa que no me parece nada mal. Creo que en muchos casos, cuando no siempre, los responsables de los problemas son los adultos, no los niños.

R. T.: Decías antes que el conflicto de clases está latente en la película. Yo también lo creo, sobre todo teniendo en cuenta que la protagonista puede verse absorbida por el mismo círculo vicioso que sus padres, heredar su precariedad.

M. M. C.: Es muy difícil salir, porque se reproducen las dinámicas de clase. Es mucho más difícil estudiar, tener un desarrollo educativo completo cuando tienes que ocuparte de tus hermanos, de limpiar la casa, de una serie de obligaciones que en principio no te toca por la edad. Es muy difícil. Por supuesto que hay casos extraordinarios de chicos y chicas que trascienden, y eso se ve muchas veces en los migrantes. Los hijos de migrantes muchas veces son grandes estudiantes, porque tienen una mayor conciencia de que tienen que trabajar el doble o el triple para poder trascender esa dificultad social. A mí me interesaba mucho, sin hacer cine social de una manera evidente, dejar eso claro. Por parte del padre, que no se responsabiliza y no paga la pensión, que también tiene sus dificultades, no está visto como un hombre malo en sí mismo, pero es incapaz emocionalmente. Por parte de la madre, que también abandona a sus hijos, pero porque tiene que ir a trabajar. El que ha vivido esta situación, lo entiende. La película puede conectar muy bien con gente que no necesita tener un conocimiento cinematográfico, pero que se ve retratada ahí. En Cádiz hay mucha gente que se levanta por la mañana y se va a limpiar, por la tarde sigue trabajando en otra cosa para poder ganar mil euros al mes y poder mantener a los hijos y la casa. Si esa persona tiene tres hijos, ¿quién se ocupa de ellos? pues el mayor o la mayor. Eso produce una dinámica de la que es muy difícil salir, porque lo normal es que vayas mal en los estudios… y acabes limpiando casas como tu madre. Eso, sin estar en el primer foco de la película, porque me interesa más lo emocional, está ahí.

R. T.: La película tiene un poso fuertemente dramático, pero luego tiene unos puntos de fuga cómicos bastante claros, que son los niños pequeños. ¿Cómo fue trabajar con ellos?

M. M. C.: Fue muy maravilloso. Yo tenía claro que los escuderos de Andrea iban a ser sus hermanos pequeños. Cada uno tiene una visión diferente, tanto por la edad como por la personalidad. Ellos se enteran de todo, pero de una manera más pura, más ingenua. El proceso de casting duró un año. Vimos a cinco mil personas para todos los personajes. Aprendí mucho sobre los niños y la infancia jugando con ellos, haciendo improvisaciones, dejándoles ser ellos mismos. Ahí encontré a dos personas maravillosas como son Fidel y Cayetano, que tienen cada uno su personalidad y de entender y le dieron la piel y la carne a los personajes. Ellos iban descubriendo el guion día a día, porque rodamos en orden cronológico. No sabían lo que iba a pasar al final, pero iban impregnando a los personajes con sus personalidades. La segunda semana de rodaje ellos ya entendían la película de una forma muy primaria, muy emocional.

R. T.: La película tiene muchos ecos de Robert Bresson.

M. M. C.: Bresson es un referente muy claro para mí. También toda la tradición del cine español que tiene que ver con la orfandad, con la ausencia de la familia, que está en las películas de Erice y Bollaín. También el retrato de las familias de Ozu y Truffaut en Los 400 golpes y La piel dura. Y también el Eustache de Mis pequeños amores, que es una película que yo no recordaba haber visto, pero que la volví a ver cuando ya había terminado la mía y me acordé de que la había visto hacía mucho y de que había tenido mucha influencia. Las películas que te gustan son un viaje emocional que deja huella. Uno no recuerda tanto la trama, que es lo de menos, sino lo que son las películas, cómo están contadas, las emociones que transmiten, la mirada sobre el mundo. Todo ese cine me ha influido de una manera muy clara.

R. T.: Respecto a la banda sonora de Vetusta Morla, ¿tenías pensado desde el principio que ellos se hiciesen cargo de ella?

M. M. C.: Sí, desde el principio. Siempre pienso en quién va a hacer la película desde la fase de guion. Ya había trabajado con Vetusta antes y había descubierto a unos grandes músicos y a una gente con la que podía trabajar muy bien y aunque aquí lo que buscaba era algo diferente a La hija, mi colaboración anterior con ellos, sí pensé que como músicos podían llegar a encontrar ese sonido que estaba basado en la música más orgánica, de ida y vuelta, con influencias habaneras, flamencas. Un poco esa idiosincrasia que es el territorio de Cádiz, que es un lugar en el que las cosas se han mezclado, que está lleno de impureza en el mejor de los sentidos.

R. T.: Hablando de Cádiz, toda la ciudad, tanto el paisaje como el clima, tiene un papel muy importante, porque funciona como una trasposición de las emociones de Andrea.

M. M. C.: Todo lo que está en una película tiene que ser significante, si no, sobra. Yo tengo una concepción teatral del cine, en el sentido de telón negro, en donde tú colocas los elementos que son significantes para que se entienda la historia. El espacio es desde donde surgen las historias, porque siempre pienso en un lugar a la hora de escribir; y al pensar en ese lugar, al visitarlo, al vivir ahí y escribir ahí, se me van ocurriendo las escenas. Y en Cádiz, por su colocación, te encuentras con el sol, la lluvia, el viento y las tormentas. Entonces tratamos de adaptarnos a la naturaleza y de construir la historia con lo que nos daba. Para mí, la climatología es un poco el retrato interno de los personajes. Me gusta que el escenario nos hable de lo que les ocurre interiormente a los personajes.

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