El amor de Andrea (Manuel Martín Cuenca)

Lo excepcional

Construida sobre unos cimientos de silencio y contención, El amor de Andrea, la nueva película de Manuel Martín Cuenca, funciona como un ejercicio de observación que camina entre el viento cortante y duro del abandono y la espuma de una inocencia que llega a su fin, al mismo tiempo que disecciona las palabras mudas de una cotidianidad asfixiada por la precariedad.

La cinta cuenta la historia de Andrea (Lupe Mateo Barredo), una joven de quince años que tiene una adolescencia profundamente heterodoxa: sus padres se divorciaron hace tiempo por motivos que se niegan a compartir con ella; su progenitor (Jesús Ortiz) lleva meses sin ir a verla y se niega a pasarle la pensión de manutención; su madre está trabajando todo el día y apenas puede pasar unos pocos minutos al día con ella; además de dedicarse a estudiar, tiene que cuidar de sus hermanos pequeños, ayudarles con los deberes, hacerles la cena y realizar las tareas del hogar. La tristeza y la soledad tiñen sus pasos con el color de la melancolía y las astillas de angustia que tiene clavadas en el pecho se van hundiendo un poco más cada vez que su padre se niega a hablar con ella para explicarle los motivos de su marcha, cada vez que le niega un abrazo o esquiva su mirada. Un día, cansada de la situación, Andrea decidirá acudir a un abogado para que le ayude a poner un poco de orden, de calma, de tranquilidad en su vida.

El amor de Andrea tiene tatuada en la piel de sus imágenes la palabra “excepcionalidad”: no es habitual encontrar en el cine español una película que se le parezca, ni temática ni formalmente. Toda la cinta está construida desde la certeza de que la observación es la mejor forma de entender a una protagonista que se pelea contra los muros de cemento y musgo de una realidad hostil desde que se despierta hasta que se acuesta; que ante la incapacidad de cerrar las heridas que le provoca una juventud marcada por la injusticia, sueña con las gaviotas de la infancia con la desesperación propia de una niña; que se pierde por las calles conocidas de una ciudad que le recuerda a cada instante su dolor. El director coloca la cámara delante de la mirada traslúcida de Andrea y, a partir de ahí, levanta un monumento a la resiliencia, al amor y a la vida.

Esto no quiere decir que Martín Cuenca peque de iluso, ni mucho menos: la cinta proyecta una mirada profundamente crítica de la sociedad, pero el aparato emocional es presentando con más fuerza —o menos sutileza— y, por tanto, termina opacando a la parte analítica. Así, bajo las emociones asfaltadas de desasosiego hay una honda exploración de las dinámicas de clase; una refutación de la meritocracia; un análisis de ese virus invisible llamado incomunicación; y una radiografía, lírica y dura al mismo tiempo, de una familia destrozada por el mundo. Todo se mueve entre el sonido de un portazo que corta las cuerdas vocales y la suavidad de una caricia tímida que transmite el sufrimiento de mil noches de tormenta.

El director retrata el día a día de la protagonista con una cámara generalmente estática que encuentra en lo punzante, lo feo y lo doloroso una belleza apabullante que hace estallar la pantalla e incendia la pupila del espectador. El gran acierto de la cinta está en el tono ascético de su puesta en escena, gracias al cual el realizador evita estamparse contra la curva del melodrama, contra sus gritos teñidos de infinitas lágrimas y sus monólogos cargantes y tramposos. Y en el centro de todo esto, los rostros de Lupe Mateo Barredo, Fidel Sierra y Cayetano Rodríguez se presentan como los grandes descubrimientos de una película excepcional, por perfecta, por anómala y por extraordinaria.

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