El último verano (Catherine Breillat)

Anne (Léa Drucker), una abogada de éxito que defiende a las víctimas de abusos y vive una vida feliz en un bonito casoplón con su marido, un alto ejecutivo de negocios, y sus dos hijas adoptadas, recibe al rebelde hijo de su marido, fruto de un matrimonio anterior, cuando este se muda a la casa tras el final de curso, alterando su vida de una forma completamente inesperada. De repente, como si se confirmara que la felicidad es aburrida, Anne se siente atraída por el descuido, la frescura e incluso la imprudencia del joven Théo (Samuel Kircher), arriesgando la paz familiar y su futuro profesional y entablando una relación romántica con él.

Remake de la película danesa Reina de corazones (2019), de la directora y guionista May el-Toukhy, la nueva obra de Catherine Breillat, directora francesa especializada en el “follisque” y recordada por haber dirigido al otrora actor porno Rocco Siffredi en la película Romance X de 1999, es un drama con algunas dosis de erotismo que sitúa el discreto encanto de la burguesía en el deseo femenino cómo algo independiente de la mirada del hombre, aunque no tanto del niño (jiji).

La burguesía francesa es aburrida, todo lo que el cine nos ha ido contando lo confirma. Desconozco si la burguesía danesa también, aunque asumo que los tiros van igualmente por ahí. Algo me dice que podría ser incluso algo generalizado en todas partes. Es tal el aburrimiento, que a menudo los mejores dramas sobre dicha clase social están relacionados con el sexo y la infidelidad. Comprensible, supongo, siendo algo que no implica mucho esfuerzo —lo puedes hacer en la cama cómodamente, no hace falta ni salir de casa si no hay mucha gente— y encima la recompensa sentimental es alta porque, en palabras de Homer Simpson, el cúmulo de todo hace que tengas el corazón que se te desboca. Y eso, en una vida perfecta y sin alicientes, debe llenar bastante.

Pero he aquí la gran sorpresa que es El último verano. A pesar de que su argumento nos invite a pensar en un drama erótico, provocativo y con vistas a un debate moral o al menos controvertido por la apasionada relación que mantienen sus dos protagonistas (una mujer madura y un menor de edad que es hijo del marido de la primera), lo cierto es que el gran interés, y para mí acierto de la película —intuyo que viene de la versión original, pero no puedo asegurarlo—, está en el giro que da cuando nos acercamos al tramo final. Más allá de las más habituales visiones sobre lo que subyace tras la brillante vida de las familias de bien y lo frágil que es su escaparate, Breillat explora tanto el concepto de la sexualidad femenina como el de la hipocresía de personas de aparente reputación intachable de una manera irónicamente amarga, haciéndonos repensar en las múltiples y a menudo complejas dimensiones del abuso y mal uso del poder.

Con esta premisa, y bajo la calma que te ofrece una casa en el campo, no hay persona francesa que no consiga que todo parezca natural (y si no que se lo digan a Louis Malle en El soplo al corazón). Incluso un polvorín cinematográfico como es El último verano (o podría ser), una película que plantea una serie de preguntas difíciles y complejas, cuyo vehículo narrativo es una abogada que actúa como guardián de la moralidad en su vida profesional, pero en su instinto y deseo personal se va todo patas arriba, la cuestión se aleja del juicio hasta que el privilegio y el poder devuelven todo lo que es morbosamente cuestionable a su estado anterior, poniendo mucho más énfasis en el instinto erótico que en la ambigüedad o en la cuestión de la diferencia de edad y la desigualdad “negociada” de facto de los dos personajes centrales.

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