El triángulo de la tristeza (Ruben Östlund)

Ruben Östlund, como nos tiene acostumbrados, misántropo e irónico por condición, en su nueva película El triángulo de la tristeza (2022) se adentra en el centro de la descomposición moral de nuestros días. El director sueco, desde su puesta en escena histriónica, como si se tratara del más agudo bisturí, disecciona la posmodernidad y sus consecuencias.

La película, como punto de partida, se concentra en la historia de dos ‹influencers› que, al terminar la semana de la moda, son invitados a un crucero de lujo para fotografiarse y modelar en sus instalaciones. A partir de entonces, como si se tratara de una interpretación contemporánea de La montaña mágica de Thomas Mann en alta mar, enardecida y a través de una mirada comunal, Östlund acompaña a cada uno de los integrantes para retratar su realidad. Y de este modo en el espacio concreto, la embarcación, hilar la tela de araña de nuestro tiempo. Un viaje al centro del egoísmo y, por lo tanto, a la progresiva pérdida de lo que no hace demasiado tiempo considerábamos constitutivo en el hombre.

La película, aunque triunfara en el prestigioso festival de Cannes, laureada con la Palma de oro (2022), ha sido condenada por la crítica a causa de su incontinencia semiótica, tal como, más adelante, estudiaremos. Es conveniente, sin embargo, comprender o al menos acercarnos a la hendidura entre la Academia presente en los festivales y sus respectivos eventos, frente al mundo de la crítica. Por ejemplo, Carlos F. Heredero, director de la revista CDC, afirma que el problema, a su parecer, es el pincel con el que Östlund dibuja la condición humana; es decir, la puesta en escena, que es de una tosquedad, de una evidencia subrayada, de un grosor sin estilo y de una zafiedad tal que anula por completo la efectividad de la propuesta (Caimán Cuadernos de Cine, 2023. 174). Por otro lado, en contraposición a la mirada del crítico, la academia premia el estilo altilocuente y a sus representantes, desde Paolo Sorrentino hasta Iñarritu pasando, claro está, por el director sueco como último estandarte. 

La incontinencia semiótica, como así la definíamos anteriormente, es el fenómeno de cuando el símbolo, así como la sustancia de la obra en cuestión, se hace visible desde la superficie y, por lo tanto, el camino que el espectador debería recorrer a lo largo de la película, desaparece por su propia condición. Ahora bien, aunque el fenómeno pueda parecer, a primera vista, un hecho perjudicial y que atenta contra la integridad de la gramática cinematográfica, resulta conveniente considerarlo desde el caso en cuestión.

La película, por su falta de recorrido, en su reverso y con una intención hondamente funcional, le confiere a la historia su justa medida. Es decir, Ruben Östlund, al igual que Jean Luc Godard, procuran que la crítica se origine desde las propias disposiciones de lo señalado. El absceso de la posmodernidad, así como su necedad, se ponen de manifiesto a través de la ausencia de análisis y contenido en su narración. Y, por otro lado, aunque paralelamente, la puesta en escena y su magnificencia deshabitada, emula la vacuidad de un mundo desprovisto de virtud.

¿Después de todo, debemos preguntarnos, como si se tratara de volver al inicio, por las proposiciones que se escribían en las columnas griegas? ¿Hemos olvidado las preguntas? ¿Las hemos perdido? ¿Y si es así, qué nos queda? Correr. Correr hacia ninguna parte, tal como hace el protagonista. Quien sabe, quizá, a través del movimiento, encontraremos aquello que un día fue nuestro.

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