El núcleo doméstico vuelve a ser el epicentro del nuevo largometraje de Ramon Zürcher. Habituado a moverse en espacios muy concretos, regresa al hogar familiar como ya sucedía en su sorprendente y notable ópera prima. La celebración del cumpleaños del padre de familia será la excusa perfecta para acometer una reunión donde el cineasta suizo pasa de las habituales tiranteces a una frontalidad que debería resultar hiriente pero más bien deriva en un curioso caldo de cultivo donde no hay lugar para las medias tintas. Así, aquello que en El extraño gatito derivaba en un raro ambiente donde todo parecía a punto de ir a estallar, en su nuevo film alcanza un estado envuelto por una negrura constante parapetada por diálogos afilados y reproches que se deslizan como una cuchilla sobre los cimientos de esa casa sin dar lugar a la ambigüedad o interpretación sesgada.
El gorrión en la chimenea parece apuntar a ese drama europeo cruento, denso y embrutecido que tan bien supieron explotar los nórdicos a principios de siglo. Pero lo que allí se tornaba en un ambiente inhumano e incluso prácticamente irrespirable, en el film de Zürcher adquiere una dimensión muy distinta a través de su tono. Todo ello sustentado en esa puesta en escena tan particular de la que hace gala su cine: personajes que entran y salen de un plano inmóvil, moviéndose prácticamente como si estuvieran en un tablero de ajedrez y entorpeciendo la réplica con una facilidad inusitada. Como si no hubiera derecho a ella o, cuando fuese así, solo cupiera la posibilidad de añadir una capa de negrura más. Algo que favorece un elenco completamente entregado, dando forma a una de esas familias arquetipo si no fuese porque echarse los trastos a la cabeza se antoja como algo más que una mera necesidad. Es, asimismo, un modo de expresar esa frustración contenida en un entorno donde todo suelen ser sonrisas condicionadas y abrazos porque así lo estipula el protocolo.
Zürcher dinamita los estándares en una obra donde ni el más pequeño e inocente de los seres parece libre de culpa. Hasta el perro se queda observando al gato en la lavadora sin inmutarse lo más mínimo. Porque este es un film dispuesto a desintegrar todo precepto, y cada nueva puntada otorga incentivos a los que atañerse. Comentarios tan en apariencia inocuos, casi a pie de página, acerca del origen y presunto destino de la casa donde vive ahora una de las familias, alojan el quid de una cuestión que va más allá de las filias y las fobias que siempre sostiene uno con sus seres más cercanos. Todo queda envilecido, sobre sus cimientos, de una manera que no cabría esperar, y donde incluso una de las hermanas adolescentes deviene un trasunto de ‹femme fatale› que no duda en tirarle los tejos a su tío del modo más descarado posible.
Pero el film no se detiene ahí, y su autor detona la realidad desde una digresión genérica que ya ponía en práctica en su anterior trabajo, pero que en El gorrión en la chimenea ensombrece un panorama ya de por sí enviciado. La irrealidad lo baña todo en una fuga al fantástico con conatos terroríficos que apuntan en una dirección muy específica. Nada es lo que parece, y la jerarquía no es más que una máscara desde la cual proclamar una posición ficticia. El co-autor de La chica y la araña —que dirigió junto a su hermano, Silvan, quien ejerce aquí como productor— derroca unas formalidades que, en lo familiar, se antojan todavía más estrictas si cabe, cuestionando todo aquello que nos define a la par que nos coarta, y engarzando una pieza brillante a través de la que seguir la evolución de un cine muy a tener en cuenta.

Larga vida a la nueva carne.