El club (Pablo Larraín)

Tres años después de confirmar con el alcance de su aguda No (2012) que su voz está definitivamente llamada a liderar la actual pujanza del cine chileno, Pablo Larraín estrenó en Berlín la que es su película destinada a incomodar más conciencias dentro de la sociedad de su país. Quizá sea algo atrevido lanzar tal afirmación cuando nos referimos a una carrera que se ha dedicado, infatigablemente, a exorcizar los demonios aún latentes de la dictadura de su país mediante viajes a aquel pasado en el que la mano de hierro de Augusto Pinochet creaba monstruos en la gente corriente. Pero El club va un paso más allá, y traza un camino para esos fantasmas de tiempos pretéritos hacia un presente en el que intentan permanecer aislados de la luz mediática. Partiendo de los escándalos de pedofilia que han salpicado Chile, la iglesia católica es la institución sobre la que recae su feroz crítica, ya rotunda desde el modo de presentarla.

El Club

Una cita bíblica antecede a las primeras imágenes de la película de Larraín. «Y vio Dios que la luz era buena, y separó la luz de las tinieblas», puede leerse. En lo que durante ciertos tramos puede contemplarse como una oscurísima comedia, la frase no podía resultar más punzante. El club trata, precisamente, sobre la imposibilidad de aquello que se presenta como bondadoso de acabar impregnado de turbiedad e hipocresía. Sus instantes iniciales nos presentan lo que parece una rutina cualquiera en una localidad apartada del ruido, en los confines de la Patagonia chilena. No tardamos en saber que esos rezos y carreras de galgos esconden tras de sí el horror; que, de hecho, su impresión de normalidad es lo que busca una institución cuyo propósito capital es protegerse a sí misma. Llegar al primer gran impacto cuando apenas transcurren cinco minutos de metraje, en un guión que otorga varios, es el broche que confiere entidad a un planteamiento admirable. Es más, su introducción es tan potente que podría funcionar de por sí como pieza autónoma sin demasiados impedimentos. En escasas secuencias y con personajes aún sin desarrollar, Larraín logra sintetizar la complejidad de su discurso mediante el uso de un lenguaje cinematográfico que convierte el apacible panorama en un abismal pozo de incomodidad y podredumbre.

El Club

La labor de su habitual colaborador Sergio Armstrong en la fotografía alcanza aquí cotas de brillantez inusitadas. El discurso sobre el mal filtrado en la sociedad encuentra eco en unas imágenes cuyos exteriores parecen desarrollarse en un eterno y asfixiante crepúsculo, que transmite a la atmósfera la pesada carga que pende sobre cada uno de sus personajes. La dirección otorga coherencia a cada decisión estética, desde esos tensos movimientos de cámara hasta la inclusión de fragmentos de canciones religiosas. No es El club una película que renuncie a connotaciones en un texto que desarrolla hasta seis personalidades; al contrario, se nutre de él para construir su conflicto y dotarlo de una desconcertante mirada irónica que invita a ser desentrañada desde un segundo visionado. Sin embargo, siendo una obra de constante intercambio dialéctico, la contundencia de los diálogos –y su nerviosa entonación, nada casual– es sólo uno más del amplio abanico de elementos que Larraín maneja para narrar los hechos.

En un tramo final inevitablemente tenso, la vieja y la nueva Iglesia quedan ligadas por lo peor del ser humano: sin atisbo de luz, sus ansias de autoprotección y las estrategias de negación acaban encerradas junto a sus propios demonios. Llegados a este punto, es cierto que su discurso anticlerical puede interpretarse como un ataque demasiado frontal y obvio, en el que la ausencia de bondad coloca el único foco posible sobre los vicios de lo que se presenta como una institución putrefacta. Pero la desesperanzada diatriba de El club está, sin duda, tocada por la mano más adecuada para que su convulsión sobrepase las efímeras loas de abordar con franqueza un asunto espinoso.

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