Dolls (Stuart Gordon)

Que alguien demuestre que los tópicos son innecesarios para nuestra felicidad. Stuart Gordon manosea uno de los primeros miedos que todos sufrimos alguna vez y consigue que funcione. No hay que dirigirse al error, la pequeña Judy descubre la verdad más absoluta con una de sus respuestas «no temo a la oscuridad, es lo que vive en ella lo que me da miedo».

Judy, con sus largas coletas y su rostro angelical nos abre el camino al viajar con su padre y madrastra en coche hacia las vacaciones soñadas. O eso se podría pensar visto de lejos. En realidad se dirigen directos a la tormenta en un pequeño coche donde los adultos mantienen una monótona conversación tensa llena de cinismo para acabar atascados en el barro. Una casa inmensa y avejentada al final de un sendero de tierra en pleno diluvio siempre resulta un destino acogedor y apetecible para cualquier viajero extraviado, así que no lo piensan dos veces y hacia allí se dirigen. De camino a la típica casa en la que no esperas un final feliz, hay opción de ofrecernos un aperitivo, porque la pequeña no pierde el tiempo y nos regala una magnífica ensoñación con su osito Teddy como protagonista. Toda una declaración de intenciones.

Al pensar en una niña dentro de una película de terror consideramos que es el eje vital de todo temor infundado, son un objetivo fácil o el asesino insospechado. Ajena a esta realidad, el vestuario de la pequeña delata a la primera. Utilizando el uniforme de peto vaquero y camiseta roja de día y el de camisón de tonos pastel con florecitas de noche, está claro que esta niña es más sensorial de lo que esperábamos y que El Resplandor y Poltergeist tienen toda la culpa. Una imaginación desbordante da pie a que su mente sea la más clara y perceptiva de esta casa llena de huéspedes inesperados.

Y es que misteriosamente todos acaban atascados frente a esta casa y todos deciden entrar a las bravas a refugiarse allí. Como una familia desestructurada es poco, aparecen dos chicas punkis y un hombre con cara de bonachón, aquejados del mismo charco y la misma petición de amnistía. Lejos de ser una casa abandonada, dentro les esperan dos ancianos que parecen tener más años de los que permite normalmente un corazón humano, pero todo son sonrisas y buenas maneras, como si formasen parte de una secta de abuelitos hospitalarios que conocen las normas de pan y cama seca para aquel que llame a la puerta o entre a la fuerza.

No es una gran casa cualquiera, es una llena de muñecas de todo tipo; los tamaños, colores y vestidos son para todos los gustos y el dueño, orgulloso de su pequeño tesoro, disfruta de su creación y manutención en las noches de tormenta que asegura que no tienen fin. Muñecas, siniestras muñecas que mueven los ojos al paso de cualquiera sin que ellos se den cuenta y sonríen con maldad como si algo maquiavélico pasara por sus diminutas cabezas de porcelana o plástico. Pero el ignorante y el escéptico es un tonto más en estos casos y pronto los huéspedes se convertirán en víctimas de torturas a pequeña escala por parte de estas fierecillas de procedencia dudosa.

Entre todas las casas aquejadas de muñecas insidiosas, en esta deciden actuar en la sombra sin grandes frases pero sí armas adecuadas a su tamaño con las que perdurar la angustia de estos visitantes. La caracterización es básica aunque suficiente, una muñeca con vestidos de encaje es siempre más sospechosa, y si un sombrero le acompaña, el pavor está asegurado. No son las únicas que llaman la atención, aquí cada uno marca su estereotipo del modo más radical, así las punkis son maleducadas y siempre con segundas intenciones, la pareja van de ricos y se mueven como tales, el bonachón es estereotipado con sus mofletes sonrosados, incluyendo al kit una bonita bata de cuadros rojos y los ancianos parecen recién surgidos de una vitrina. Eran los 80 y todo se tomaba con más ligereza y mala leche.

Cabe un razonamiento en Dolls, la intención de hacernos llegar algunos mensajes ocultos entre toda esta sangre para aleccionar nuestras vidas, como la equivocación que cometemos al alejarnos totalmente de nuestro lado infantil, la fidelidad de los objetos con los que hemos convivido siempre, la pasión por perdurar los recuerdos, la necesidad de seguir una vida sana y ser amable con los demás; todo aquello que nos lleva por el buen camino y nos guía para que nuestro camino vaya hacia los agraciados juguetes de Toy Story y no en un Chucky cualquiera.

El humor afilado y los muñecos asesinos se citan en una extraña versión de Pinocho, donde el juicio viene de serie sin necesidad de un Pepito Grillo, pero con la presencia de un Gepetto que sabe distinguir a las personas que merecen disfrutar de la jugabilidad a la primera. Una cinta esencial a la hora de decidir si las brujas existen y si las transformaciones hacia la rigidez son tan sencillas como parece.

Tras esta película a nadie se le ocurrirá dejar a un niño sin su inseparable amigo diminuto jamás.

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