Condenados (Gustav Möller)

Dentro del discurso cinematográfico moderno, donde gracias a internet todos, en todas partes, opinamos y discutimos, sobre todo lo segundo, hay diferentes focos de atención. Muchos, la mayoría, están aquí para pasar un buen rato, objetivo noble, y su principal requerimiento para una película es que entretenga y, si de paso cuenta algo interesante, mejor que mejor, el resto es paja. Otros, quizás más devotos de este medio o simplemente poseedores de más tiempo libre, se preocupan más de que lo que le pongan en el plato cumpla ciertas exigencias, ya sean filosóficas, políticas o formales. Como en el resto de artes, debería haber espacio para todos, aunque las constantes discusiones hagan parecer lo contrario.

Conocedores de esta división, los equipos de márquetin de las películas en el panorama moderno, tan sobresaturado como está, suelen intentar convencer a uno de los dos grupos para acoger su obra como adalid del buen gusto o de lo que “el cine debería ser”. La mayoría de obras apuestan todos sus ahorros a proclamarse la nueva obra maestra cinematográfica, con profundidad de temas y filosofía imbatibles, o el entretenimiento máximo, espectáculo garantizado con pretensiones también altas. Algunos intentan incluso atraer a ambos, prometiendo no dormir a nadie y ser cine con mayúsculas a la vez, pretendientes obras maestras que perdurarán en la historia, al igual que la estrenada la semana pasada y la anterior y la anterior; pero, si miras detrás de la cortina, descubres que el mago de Oz es solo un tipo con pajarita y estas últimas películas no llegan a ser decentes ni con ayuda.

¿Qué tiene que ver todo lo anterior con Condenados de Gustav Möller? Pues que esta obra me parece un raro ejemplo de un grupo paralelo, la película artesanal. La cinta del director de The Guilty cae en un espacio últimamente deshabitado en el cine actual, concretamente el que compartían obras de gigantes como Sidney Lumet o la mayoría de la carrera de David Fincher: películas para el gran público pero de manos de grandes artesanos, donde nada que no sea la propia obra, la manufactura a la hora de narrar una historia, importa demasiado. Es una tipología de película que personalmente disfruto mucho; donde se sabe contar una historia y el lenguaje cinematográfico está presente de manera constante, pero domado para con las necesidades de la narración. No considero a estos directores menos que otros grandes nombres que son mucho más autorales y que expanden fronteras expresivas; cada uno debe tener una especialidad y, si se toma en serio el trabajo, hay mil lugares en los que destacar.

Cierto es que este grupo de obras puede encontrar socavones que las hacen descarrilar. La cinta que nos trae hoy aquí no es menos, metiéndose de lleno en jardines frondosos a más no poder como el sistema carcelario, el abuso de poder sistemático y la ‹vendetta› personal desde puestos de autoridad. Sí, la obra no es un manifiesto, y seguramente se pueda criticar su postura y su representación, pero considero que sería juzgar de manera injusta una película que, presiento, pone sus esfuerzos e intereses en otros aspectos. Lo que tenemos aquí, por conflictiva que sea incluso con ciertas visiones mías, es una obra bien construida y quiero comentarla como ello.

Möller ha pasado por un entrenamiento que se agradece notoriamente en este filme: rodar toda su anterior película en una sola localización. La necesidad agudiza el ingenio y, ahora que el escenario es toda una prisión, el director no se olvida de lo aprendido, sabiendo transitar espacios de manera evolutiva a lo largo de las secuencias. Hay muchas escenas de, por ejemplo, rutina, donde la cámara progresa en el espacio dando nuevos valores de plano o angulación a medida que se desarrolla la secuencia. Esto, además de aportar dinamismo, se siente gratificante porque acompaña al desarrollo dramático del guión. Se confía en narrar de manera visual, con carencia de diálogos, más de una vez y, por ejemplo, los primeros trece minutos del filme son, en esencia, mudos, pues la información relevante es transmitida por las imágenes. A lo que voy es que veo en Möller un cineasta consciente de sus herramientas, confiado en sus capacidades y que tanto toma en serio su rol como su deber narrativo.

Con tener un capitán que sepa lo que hace, este barco ya es seguro de ir a buen puerto, pero además Möller está acompañado de un reparto que consigue manejar un conjunto de emociones muy complejas a la vez que explosivas. El duelo central, entre la extraordinaria Sidse Babett Knudsen y un inquietante Sebastian Bull crea un vórtice de tensión que arrastra la atmósfera de la película. En especial Knudsen demuestra ser una actriz enteramente cinematográfica, consiguiendo una sinergia orgánica con la cámara, confiando mutuamente para transmitir tremores internos solamente con ciertas miradas o gestos diminutos. Es de esas combinaciones que son escasas siempre en el mundo del cine, la de una intérprete y un cineasta que confíen ambos en la cámara para transmitir la emoción con lo más mínimo.

Se suman a los actores un equipo técnico de gran gusto artístico; destacaba constantemente la fotografía de Jasper Spanning que, si bien junto con Möller no atinaban del todo las composiciones perfectas en planos generales, la luz del filme sí consigue unos efectos narrativos soberbios. Me encanta que el recurso lumínico sea tan expresivo y descarado, cambiando drásticamente, sin romper una cierta cohesión realista entre secuencias, incluso cuando narrativamente una sigue a la otra en el espacio y el tiempo. Esto, en la mayoría del metraje, sumado a alguna secuencia más fantástica, jugando con sueños o algún que otro fantasma, que el buen gusto siempre pide, hacen del compendio de imágenes de la cinta algo que, cuanto menos, tiene más interés que la media de proyectos que llegan a salas.

Quizás es la influencia nórdica, pero siento que me proyecto muy frío en este texto; pero nada más lejos de la realidad. Creo que Condenados es una cinta genial, un exponente notable de un cine al que tengo mucho cariño: sin pretensiones pero con vocación artesanal. Porque no todas las historias tienen que ser la obra que defina el siglo, ni tampoco tenemos que tratar al espectador de ganado hambriento de estiércol. No me gustaría ahora quedar enmarcado en estos grupos anti-intelectuales como los defensores de ¡Me cago en Godard! o demás falsos apasionados del medio, el cine tiene una capacidad gigante y, si me preguntan a mí, de lo que estamos sobrados es de entretenimiento, no de sustancia; pero cuanto más aprecias y más desmitificas el medio, más aparente se vuelve la relación entre arte y artesanía. Mi gran respeto y admiración por esos autores que, como un buen carpintero, simplemente centran sus esfuerzos en hacer la mejor obra posible, sin pretender nada más ni nada menos que eso.

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