Christine Molloy y Joe Lawlor… a examen

Desperate Optimists, el dúo creativo que Christine Molloy y Joe Lawlor formaron en 1992 tomando el nombre de la novela Monstruos de buenas esperanzas de Nicholas Mosley, lleva desarrollando su trayectoria profesional entre el cine, el teatro y las artes visuales sin haber obtenido un reconocimiento mayoritario entre el público (siendo yo ese público) varias décadas. Sin embargo, esto no significa que sus firmas no estén ligadas a obras de cierta notoriedad, dicen que guiados casi siempre por una profunda preocupación por la identidad, la representación y el espacio comunitario. Habiendo visto solo 3 películas de las 17 que han rodado desde 2004 (contando también cortometrajes), podría decir que son ante todo dos directores atentos a la estética, con ojo quirúrgico para el color y la composición, y con un tono emocional deliberadamente contenido, jugando sobre todo con la idea del extrañamiento que generan los vacíos argumentales en los sentimientos del espectador.

En Helen, Christine Molloy y Joe Lawlor plantean lo siguiente: ¿qué queda de nosotros cuando asumimos el lugar de otro, qué parte se olvida, y qué parte nueva aparece en ese proceso? La película narra la historia de una adolescente huérfana que es elegida por la policía para representar a una compañera desaparecida durante una reconstrucción forense. A través de esta “actuación” aparentemente funcional y rutinaria, los también guionistas desarrollan un estudio clínico y a la vez lírico sobre la sustitución, el vacío y la posibilidad —o imposibilidad— de una identidad propia desde el punto de vista de quien ocupa el lugar de otro y desde los que tienen que enfrentarse al vacío inicial y a la nueva necesidad de reducir ese vacío.

Como en Baltimore, Helen es toda una colección de planos fijos, composiciones simétricas y movimientos mínimos, nunca casuales, que acompañan a un personaje, Helen, que dedica gran parte de su día a día a caminar por espacios anodinos —trabajando en un hotel, yendo a clase, visitando a los conocidos de la chica desaparecida— con una expresión que nunca termina de definirse entre la observación y la entrega absoluta a su papel. En ese aburrimiento existencial, cualquier mínimo gesto o detalle pasa a ser el centro de nuestra atención, aunque nada se subraye.

Lo que Helen retrata no es solo la desaparición de una chica llamada Joy, o cómo esta afecta a sus seres queridos, sino también el modo en que Helen empieza a ocupar ese hueco como si fuera suyo. ¿Lo hace por empatía? ¿Por necesidad? ¿Por pertenencia? Como cabe esperar en una película de este estilo, las preguntas no se responden. En lugar de una progresión dramática como tal, asistimos a una suerte de disolución lenta, donde Helen parece desdibujarse hasta convertirse en una sombra viva, una presencia sin historia ni un pasado relevante, una figura de paso lento que se nos descubre poco a poco. Por un lado Helen, por un lado Joy, pero nunca ninguna de las dos: más bien una versión a medio hacer de ambas.

La frialdad deliberada de la película juega un poco a contrapié, y más teniendo en cuenta que los ritmos han cambiado. Aun así, más que tener un ritmo lento, diría que avanza como en estado de suspensión, en una cámara lenta donde los personajes son figuras a menudo fantasmales. De cuya tristeza contenida surge cada escena, como si todos ellos supieran que romper los silencios los puede llevar a la rotura personal.

Resulta interesante ver Helen con los ojos de ahora (17 años después de su estreno), cuando vivimos en una época saturada de narrativas identitarias explícitas y performativas en prácticamente cada red social mínimamente pública, donde cada ‹reel› o ‹story› busca decir quiénes somos y por qué importamos. Esta película, ya entonces, quizás porque la juventud es siempre juventud sin importar el cuándo, se atreve a sugerir que tal vez la identidad no es algo que se dice, sino algo que se desplaza, que se asume, que se simula. ¿Es Helen más auténtica cuando interpreta a Joy? ¿Tiene su vida más valor entonces, siendo algo para alguien? ¿O es precisamente ahí cuando desaparece del todo? La película se agota en esa ambigüedad, evitando responder a la cuestión moral.

En ese sentido, el cortometraje Joy, que cuenta con el mismo reparto y está disponible en YouTube, funciona como un boceto preliminar, una especie de miniatura conceptual que prefigura a Helen desde la reconstrucción que a su vez da inicio al largometraje. En él, la sustitución identitaria ya está presente, aunque de forma mucho más abstracta y con una voz en ‹off› que abre la puerta a otro acercamiento muy distinto al que observamos en Helen: no importa tanto el simple hecho de ponerse en el lugar del otro, y sí algo más el retrato psicológico algo simple de la juventud como individualidad. En cualquier caso, vistas en conjunto, la obra de Christine Molloy y Joe Lawlor nos propone una idea malrollera a partes iguales: que quizás no somos tanto individuos como contenedores, máscaras intercambiables dentro de estructuras que nos superan personal y socialmente. El colegio, la familia, el trabajo, en un reparto de personalidades donde no siempre hay espacio para ser uno mismo ni para saber qué es uno mismo en realidad.

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