Centro histórico (Victor Erice, Pedro Costa, Manoel de Oliveira, Aki Kaurismäki)

Centro histórico

Proyectada en la fase final del festival de cine de Murcia (IBAFF), y con una escasa distribución, de momento, a sus espaldas, Centro histórico se perfiló el pasado viernes como el plato fuerte que todos esperaban. Nada sorprendente, por otra parte, teniendo en cuenta los pesos pesados encargados de la dirección, todos ellos reputados directores con una amplia carrera y una visión muy personal y genuina del cine que, hermanados en un proyecto común (la promoción turística de la ciudad de Guimarães, “fundadora” de Portugal) acabaron por hacer lo que les vino en gana… para suerte de los espectadores ávidos de sensaciones diferentes. Dividida, pues, en cuatro actos bien diferenciados estilística y discursivamente, la obra, que fue definida como “bizarra” por el propio Pedro Costa, presente durante la presentación del filme, se antoja, sin embargo, como un todo cohesionado y perfectamente armónico, donde las diversas voces se complementan para elaborar una suerte de mosaico de una realidad histórica que trasciende los límites físicos de esa ciudad abocada a la extinción. Así, no estamos hablando de Guimarães únicamente, ya que la mirada de los realizadores aspira a ser universal en su aprehensión del eterno mal de siglo, reflexionando sobre el pasado, el presente y el futuro de todos nosotros en cuanto engranajes de la historia.

Centro histórico

Pudiera pensarse en la icónica Manhattan, pero no. Aquí lo que interesa no es la exaltación desde el sentimiento; Centro histórico es mucho más oscura y desencantada, algo así como un viaje al fin de la ciudad, un regreso al “horror” de Joseph Conrad sin dejarse arrastrar, eso sí, por la locura (atentos a la escena del ascensor en la parte de Costa, que a mí personalmente me recuerda muchísimo a los compases finales de Apocalypse Now). En todo caso, no nos llevemos a engaño, la cinta no creo que pretenda sentar cátedra de ningún tipo. De hecho, el tono evita la solemnidad de baratillo para permitirse el lucimiento del humor, último reducto salvador ante una situación vital de asfixia que aliviar con el vitalismo derrotista del siempre contradictorio —y fiel a sus constantes— Kaurismaki o la mirada sarcástica que proporciona el paso de los años de Oliveira, quizá el más consciente de la inevitabilidad de sucumbir (sorprende, también, el parecido en intenciones con la reciente y muy destacable La gran belleza, de Paolo Sorrentino). Ambas historias abren y cierran la película, permitiendo la buena ventilación del bucle elegíaco en que se convierte el conjunto dedicado al hombre-máquina. En medio, la ya mencionada aportación de Costa: onírica, subyugante, sugerente, atmosférica y abierta a mil interpretaciones, pareciera el desfile militar de una conciencia de clase, sobre todo, aunque también cabe una visión más general.

Centro histórico

Por último, nos queda hablar de la tercera historia, la dirigida por Víctor Erice, y que actúa como el elemento humanizador más tangible y emocional de la propuesta. Dicha historia girará en torno a una fotografía antigua de los trabajadores de una fábrica de la ciudad que fue, allá por los inicios del siglo XX, una de las más importantes del país. Esta fotografía la servirá al director para orquestar su particular réquiem por los que ya no están y apenas si se dieron cuenta de que existían mientras lo hicieron. Viene a la mente el ejercicio deconstructivo de Guerín y su Tren de sombras, con la que comparte algún punto en la geografía fantasmal de sus vaivenes. Ambos directores se valdrán del artificio artístico para alcanzar sus propósitos, consiguiendo de manera realmente paradójica una cercanía y un poder de convicción que te remueven, en este último caso al ritmo suave y triste de un acordeón con que llorar a lo pasado e introducir los muros que observan los turistas desde la tranquilidad de su autobús en el cierre que dirigirá Oliveira. Al final, queda la sensación de haber asistido a una muestra de cine insólito, combativo, genuino, inquieto y para nada condescendiente.

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