Cannes 2024: Epílogo

Una vez cerrado el telón de la 77ª edición del Festival de Cannes conviene poner un poco de orden sobre los aciertos y defectos de un certamen a todas luces imperfecto pero que, por medio de fogonazos igualmente intermitentes como arrebatados, sigue erigiéndose como uno de los grandes santuarios del cine en su vertiente de “experiencia mágica”, tal y como definió alguna vez Jacques Aumont a la cinefilia. Baker, después de recoger con Anora una Palma de Oro que contentó a casi todo el mundo (obra, además, con un hermoso agradecimiento a Jess Franco y Soledad Miranda), vindicó también la experiencia fílmica en salas: «hay que recordar al mundo que ver una película en casa mientras se mira el móvil, se consulta el correo electrónico y se presta atención a medias no es lo correcto, aunque a algunas empresas tecnológicas les gustaría que pensáramos lo mismo». Algún día será demasiado tarde.

Pero empecemos con la dimensión extra-cinematográfica del festival: los nubarrones (huelga de trabajadores y lucha contra los abusos sexuales en la industria) que prometían descargar con violencia sobre el certamen se disiparon por completo durante su celebración: trascendieron el cortometraje de Judith Godrèche Moi, aussi (con un noble mensaje pero de nulo valor fílmico), que contó con mil figurantes víctimas de la violencia sexual, y la acusación de seis mujeres hacia el actor francés Édouard Baer por acoso y agresión sexual, lacra que debe ser eliminada con firmeza en los estamentos culturales y sociales de cualquier nación. Por otro lado, siguen tronando los ecos de las «prácticas directivas de otra época» (así es el eufemismo) de Thierry Frémaux con sus trabajadores, con testimonios en su contra incrementando mes a mes.

Respecto de la fisonomía fílmica de esta edición, destacan por encima del resto dos cuestiones generales: la feliz convicción de que el espíritu inquieto y vanguardista de Godard está más vivo que nunca y el intento de desbaratar la tendencia cada vez mayor del puritanismo visual (y la negación del deseo) en las producciones modernas.

El primer punto tiene que ver con el impulso de trascender la imagen canónica del cine moderno (plagada de tics visuales de festival y de estructuras narrativas cada vez menos arriesgadas), pues, ¿no debería ser esa una de las metas finales de espacios de exhibición como Cannes: construir la alternativa contracanónica a la imagen adocenada y perezosa que imponen las plataformas de ‹streaming›? Invocado el espíritu del franco-suizo (presente en la edición con las obras póstumas Film annonce du film qui n’existera jamais: ‘Drôles de guerres’ y Scènarios), dos nombres propios recogen su testigo en esa sana tradición “godardiana” de filmar primero las imágenes e ir construyendo el guion a su alrededor: Miguel Gomes con Grand Tour y Jia Zhangke con Caught by the Tides. Si bien ambos corrieron suertes dispares en esa lotería de los premios (Gomes ganó la estatuilla a Mejor Dirección y Zhangke y una extraordinaria Zhao Tao se fueron de vacío), sus obras parecen cimentar una suerte de “cine del futuro”. Plagadas de digresiones espacio-temporales, arrancando desde una trama mínima y casi idéntica (la fuga de un hombre y una mujer partiendo en su búsqueda) y proponiendo una dialéctica entre las imágenes del pasado y del presente, ambas destacan por encima del resto de propuestas por su voluntad de renovar el lenguaje cinematográfico.

Al binomio chino-portugués podríamos sumar a Leos Carax y al no menos atrevido salto al vacío de Megalópolis: en Coppola todo es riesgo, pero en su último trabajo todo es también descalabro, arrogancia y orgullo hortera. A falta de un necesario revisionado, nos queda al menos una bella certeza: a sus 85 años Coppola sigue jugando, experimentado y divirtiéndose con la impulsividad y la despreocupación de las almas juveniles. Por su lado, el siempre provocador Carax articula y condensa en los 40 minutos de C’est pas moi una hermosa reflexión sobre su obra, sobre la memoria y, porqué no, sobre las fugas y ramificaciones de la imagen contemporánea.

Al lado de aquellos que se preguntan por el destino de las imágenes, intuimos en otros un cierto rupturismo contra las tendencias del ojo puritano, aquel que en los últimos tiempos y bajo los imperativos morales del capitalismo neoliberal ha puesto el grito en el cielo ante cualquier mínima aparición de escenas eróticas/sexuales en las pantallas. Independientemente de si logran o no sus cometidos, películas como Anora, Motel Destino, The Substance, The Shrouds, Kinds of Kindness, Parthenope o Diamant brut (por citar las más evidentes aunque no las únicas) cuestionan la sexualidad y la forma en la que se filman los cuerpos, incluso aquellos vistos como producto mercantilista. Verhoeven diría que la sexualidad es el elemento más esencial de la naturaleza y aplaudiría el arrojo corporal de un conjunto de obras, todas ellas presentadas en la 77ª edición de Cannes, que se interrogan sobre la representación, implicación y exploración de los cuerpos y del sexo en el cine, y sobre nuestro conocimiento y nuestro deseo a su respecto.

Otros, descartando ya las pulsiones sexuales, se preguntan también por los cuerpos que no están (el desdoblamiento de Chiara Mastroianni en Marcello mio explorando la figura paterna), los cuerpos que están a punto de desaparecer (Schrader dando forma a las inconsistencias de la vida y la memoria de su protagonista) o los cuerpos en tránsito (Emilia Perez aprisionada en un cuerpo que no reconoce como suyo). El cuerpo, un motivo omnipresente en el certamen que constituye sin duda un fascinante y generoso campo de estudio.

Últimas y breves anotaciones para ir cerrando este epílogo “cannoise”: dos menciones francesas más que, junto a Carax, demostraron la incongruencia selectiva entre las secciones paralelas y las películas a competición oficial: volaron mucho más alto Alain Guiraudie con su fantástica intriga rural Miséricorde (producida, entre otros, por Albert Serra) y Arnaud Desplechin con su íntima vindicación de la mirada espectatorial en Spectateurs! que el resto de propuestas francesas (los olvidables Honoré, Lellouche, Riedinger) en competición por la Palma, a excepción de Audiard. Finalmente, a la confirmación de una de las voces más potentes del cine venidero (la india Payal Kapadia, que encandiló a propios y extraños con su cálida historia de amistad y resistencia femenina en All We Imagine as Light) hay que contraponerle la ligera decepción de una voz ya consolidada: la de Guy Maddin (y los hermanos Johnson) con su sátira política Rumours, cuya propuesta formal y tonal se encuentra a las antípodas del resto de su obra. Si en Maddin ha latido siempre un anhelo por mantener un equilibrio entre las viejas (cine silente soviético) y las nuevas (digital) formas, aquí esa lucha desaparece, y emerge una parodia ‹à la Iannucci› que funciona muy bien durante medio metraje para terminar desinflándose hasta un cierre apoteósico con el sensible líder de Canadá salvando al G7.

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