Ariaferma (Leonardo di Costanzo)

De hombre a hombre, de igual a igual

Los hermosísimos planos de apertura de Ariaferma, secundados por una banda sonora que parece sacralizar el instante y por la voz grave y sobria de Toni Servillo, parecen indicarnos que esta va a ser una película atmosférica, sombría. Sin embargo, conforme se desarrolla va adquiriendo un carácter marcadamente escénico, con un afán muy noble para explorar a un seguido de personajes masculinos en una circunstancia específica y un emplazamiento determinado. El espacio, una prisión cada vez más libre de exigencias protocolarias y con menos personal. Los protagonistas, un puñado de agentes que deben supervisar a un grupo reducido de reclusos. Bajo estas directrices el director Leonardo di Costanzo edifica su nueva película, que vio su premiere en la sección oficial de la pasada edición del Festival de Venecia.

Porque este no es un drama carcelario al uso. La raíz semi teatral del texto se convierte en una herramienta poderosa para el intercambio de diálogo y sobre todo para las actuaciones, capaces de dar cuerpo a personajes descritos con firmeza y cada cual ocupando su posición ofreciendo una perspectiva diferenciadora, entrando en escena cuando le corresponde.

Es una película que explica sin adornos y observa sin juzgar. Su estética grisácea y apagada permea un entorno que ha perdido su vitalidad y que pronto será abandonado, con un fabuloso manejo de la luz y la sombra. Como en los grandes referentes del cine negro, este último deviene un mecanismo muy eficaz para remarcar los claroscuros de los personajes y su ambivalencia moral. Ariaferma no pretende ser una versión italiana de Fuga de Alcatraz o Celda 211, sino que propone una narrativa que se enhebra a través de escenas parcas y contenidas, sin altibajos ni giros inesperados. En cierto modo, es una de esas películas a las que resulta más sencillo describir a través de lo que no quieren ser en lugar de lo que quieren. El director traslada su madurez vital a la pantalla poniendo el lenguaje al servicio de lo que ansía contar, sin el objetivo de trabajar la estética o la tensión más allá de las restricciones que él mismo se impone como comunicador. Y su operación está cargada de méritos, porque si este es un film específico en su ambientación, termina siendo muy humano en su tratamiento.

Toni Servillo vuelve a mostrar su versatilidad como intérprete, exhibiendo su rostro más circunspecto tras sus estrafalarias interpretaciones en las geniales La Gran Belleza o Silvio (y los otros).

En definitiva, para pasar dos horas de cine inteligente y a kilómetros de cualquier moralismo, con una secuencia final que clausura el film con el mismo tono con el que lo abre.

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