Recuerdo pocas películas tan poco interesadas en revelar sus verdaderas intenciones como Alexfilm, cuyo mismo título resulta un enigma para quien escribe estas líneas. Tampoco es que nos encontremos ante una obra opaca o hermética; creo que simplemente juega sus cartas con tranquilidad, tal vez con cierta parsimonia que puede rozar el ensimismamiento (como si el director estuviera disponiendo los elementos de un juego extraño del cual desconocemos las reglas); en definitiva, permitiéndose desarrollar su trama mínima sin dar demasiada importancia a lo que pueda pasar por la cabeza del desconcertado espectador, quizás incluso sin reparar realmente en dicho espectador, obcecado como está en la ejecución de su propio proyecto. Consciente, pasados no demasiados minutos, del rumbo incierto que Chavarría ha decidido imprimir al relato, uno no puede menos que intentar empezar a descifrarlo, valiéndose de aquellos pequeños indicios diseminados dentro de la prosaica y monótona cotidianidad que llena la película en sus dos primeros tercios de metraje. La misma cotidianidad, de hecho, posibilita una primera aproximación analítica vinculada a lo ‘transformativo’, es decir, a la facultad de transformación a la que está sujeta la narración y la realidad representada por el director, y que se percibe, de una forma extremadamente sutil y difusa, primero en el juego de repeticiones y pequeñas variaciones que pone en marcha la voz en off (voz en off que normalmente subraya y anticipa, sin llegar a ampliar el significado de las imágenes), y segundo, en el amago de ejercicio estructuralista que parece querer emprender con aquella singular escena en la que el protagonista se dispone a abrir la puerta a alguien que llama.
En esa calma chicha que domina esta primera parte de la película (y que constituye el preámbulo a una importante cita futura, nunca materializada –¿o sí?), su director parece jugar con frases y acciones que se repiten, potenciando cierta sensación de estancamiento e inmovilidad, pero también repitiendo esas acciones con ligeras modificaciones (la sustitución de la niña que llora por la que ríe, por ejemplo), generando la sospecha de que ese cúmulo de aparente banalidad sirve de excusa para reflexionar sobre las posibilidades de la narración cinematográfica, capaz de reciclar el significado de las imágenes a través de su reelaboración. El punto clave de este planteamiento llega con la citada escena de la llamada a la puerta, en la que Chavarría directamente juega a reinventar un plano (el protagonista atravesando lateralmente el cuadro de manera sucesiva y siempre ligeramente diferente), mientras el golpeteo sobre la madera de la puerta adquiere una inesperada musicalidad; de este modo, se dota a este momento particular de una rítmica muy determinada que sugiere que el principal interés del autor está en revelar lo voluble y elusivo de una realidad que escapa (por muy gris y monolítica que parezca) a su categorización, una realidad que, en definitiva, no deja de transformarse hasta diluir su significado; una realidad inaprensible. Como refuerzo a esto, la propia profesión del protagonista (pintor) participa un poco de lo mismo: trabaja a menudo sobre lo ya creado, configurando una nueva creación o dotando a una antigua de nuevos matices.
Ahora bien, si en algún momento puede tenerse la sensación de estar asistiendo a un formalista ejercicio de experimentación cuyas pretensiones intelectuales derivan en un cierto manierismo autoindulgente (esas pequeñas panorámicas para ilustrar la mudanza, que juegan a trastocar la verticalidad del plano sin un propósito estético claro), la película amplia el foco y gana en interés a partir de su último tercio, que tiene un antecedente previo en aquella escena en la que el protagonista queda desenfocado (y tiene plena conciencia de ello, algo que trae a la memoria al Robin Williams de Desmontando a Harry), hecho que da pie a una reflexión filosófica sobre la naturaleza del cuerpo, visto en última instancia como materia frágil atrapada en un proceso constante de transformación y consolidación, como arcilla a medio cocer sin un contorno claro y definido; como un contenedor (incierto y provisional, en fin) de lo invisible. Todo esto, tan trascendente como suena pero sin asomo de pedantería, se trabaja en la hermosa parte final de la película desde una grave y misteriosa sencillez que parece beber del cine fantástico de Apichatpong Weerasethakul. La forma, sin ir más lejos, en que introduce el elemento sobrenatural en el relato (con suavidad y sin artificios, amparándose en un realismo mágico de corte casi espartano) remite a la poesía telúrica y ambigua del autor de Uncle Boome recuerda sus vidas pasadas.
Cabe preguntarse, entonces, si no habremos asistido desde el principio a un esquivo y sinuoso relato sobre la transmigración de las almas, disfrazado con los ropajes de cierto cine de arte y ensayo. Porque, llegados a este punto, la narración se aboca a un progresivo proceso de despojamiento que conduce precisamente a eso, a la transformación de la materia y la travesía del alma. [ALERTA: SPOILER] Primero se pierde el referente espacial (estamos, sin saber por qué, en medio de un bosque increíblemente sombrío), luego el narrativo (el narrador desaparece, se pierde literalmente, y otro sustituye su lugar; atención al detalle de los subtítulos ascendiendo en la escala del plano), y finalmente se aborda la desnudez física como forma suprema de trascendencia y pureza, equiparando la peripecia del protagonista a una suerte de renacimiento, y la narración, a un viaje interior que es físico y mental a un tiempo, metafísico y metafórico, trayecto último hacia territorio desconocido que puede ser el de la infancia (el retorno al hogar) u otro del que no tengamos noticia (tal vez la misma muerte, como sugiere la palabra “Finitud” que su director plasma en pantalla letra por letra) [FIN DEL SPOILER].
Pero esto, claro, sólo son ideas sugeridas por una obra que es, afortunadamente, más ambigua y difícil de apresar mediante el lenguaje de lo que podríamos imaginar. Porque lo más interesante de Alexfilm (pese a su narración acaso demasiado orientada a la pausa y el sosiego contemplativo), está en ese carácter enigmático que hemos mencionado anteriormente. Como en la bellísima tormenta eléctrica que pone fin a la narración, ésta sólo revela su misterio mediante fogonazos aislados que no permiten aprehender el significado de la cinta en toda su magnitud, dejándonos, por el contrario, sumidos en una oscuridad que resulta paradójicamente reconfortante, por estar tan llena de interrogantes y de estímulos para la reflexión.