Hay una inconstancia en A nuestros amores que apunta directamente a esos confusos años de los que forma parte una etapa como la adolescencia. No hablamos, sin embargo, de un rasgo narrativo que conforme el periplo que trazará Pialat en el film, sino más bien de una suerte de volatilidad que afecta a las relaciones de Suzanne, la protagonista. Ya no solo en cuanto a lo afectivo se refiere; también en un marco familiar que por momentos parece conformarse como si estuviésemos ante una disfuncionalidad que se agravará tras la ausencia paterna.
El vaivén que corresponde al mundo interior de sus personajes se describe, pues, a través de sus diálogos y gestos. Dudas e inquietudes propias de una etapa vital marcada por el cambio, por la inseguridad ante los compromisos o vínculos. Como cuando, tras una escapada con un americano, brotan lágrimas de los ojos de Suzanne alegando estar cansada de una situación con la que no se siente cómoda. O, visto de otro modo, no desea justificar aquello que forma parte del impulso adolescente, de esa exploración sexual y sentimental que le está tocando vivir.
Pialat aborda A nuestros amores desde un carácter que se siente tan inestable como los distintos nexos entre algunos de sus personajes. Pero no tanto porque resulte voluble en su expresión, sino por el modo de confrontar un retrato tan extraño las veces como audaz la mayoría del tiempo. Por cómo Suzanne va descubriendo los matices de un período determinante, por la inconstancia de sus pasos y palabras, por la forma de encarar ese ‹angst› adolescente que asoma en más de una ocasión por el relato. Todo ello nos lleva a una muda constante que incluso los adultos, como el mismo padre de Suzanne, parecen percibir en su mirada, en una tristeza y cansancio instaurados en la joven casi sin quererlo. Debido a un camino que no siempre comprende y que en ocasiones rechaza racionalizar o entender lejos del arrebato propio de la edad.
Recuerda, en ese sentido, la protagonista, a aquellas decisiones que hemos tomado en más de una ocasión por el mero capricho de alejarnos de la ruta predefinida o de aquello que se suponía establecido que no por acompañar nuestros instintos, nuestras emociones. Y es ahí donde aparece un rechazo que será constante y hosco, el de una madre y un hermano que no entienden, o mejor dicho no comparten, aquello que mueve a Suzanne, que le lleva a tomar una decisión u otra.
Hay en dicha resolución, la de bordear cada paso de una inestabilidad que incluso se encuentra en su entorno, una sugerente idea al retratar ese acercamiento a la etapa adolescente. De hecho, es en la concepción de su puesta en escena, que Pialat trabaja a través del montaje, privilegiando el modo de moverse de cada personaje dentro del marco, donde A nuestros amores logra dar forma a una representación que va más allá de los diálogos con los que refuerza su particular mirada. Las imperfecciones y brechas de cada individuo traslucen así dando pie a un retrato tan en apariencia modesto como complejo en el fondo.
Porque no se adivinan grandes pretensiones desde el prisma del cineasta francés, y es probablemente en ese aspecto donde el film consiga una entidad mayor de lo que se podría presumir. De hecho, resulta significativo que buena parte del peso de la obra se sustente sobre la interpretación de una jovencísima Sandrine Bonnaire, que dota de un valor sustancial a la forma de mirar, expresando mucho con un gesto que puede llegar a ser tan relativamente trivial. Quizá ello explique la importancia de la figura de un cineasta —y, por ende, de su cine— que gana en perspectiva debido a una desnudez y una transparencia que pocas veces se atisban en un terreno cada vez más recurrente que autores como Pialat fueron capaces de anteponer a su propia circunstancia.

Larga vida a la nueva carne.