Zafari (Mariana Rondón)

El otro día, durante una tarde animosa y animada entre conocidos poco conocidos, pero aquel día próximos por el uso continuado del alcohol, una de las personas implicadas, de nacionalidad venezolana ella, comentó que no era racista, sino clasista. En un alarde de sinceridad, aseguró haber descubierto esa faceta al hablar con otros venezolanos residentes en España. Lo sorprendente, más allá de la afirmación inicial, es que no había en sus palabras ningún atisbo de culpa o sensación de querer evitarlo, lo del clasismo. Al contrario: fue como una liberación, como quitarse de encima una necesidad de destacar ser una cosa que para ella excluía otra.

Viendo Zafari, la última película de Mariana Rondón, esa frase volvió a mí casi como si fuera un punto de partida moral. La película, que pretende ser una parábola partiendo de un hecho real —la existencia de un hipopótamo bautizado como Safari en el Zoológico de Caricuao (Caracas, Venezuela)—, nos habla de una sociedad en crisis, del vacío que hay entre los pobres que en algún momento fueron ricos y los pobres que han debido de ser pobres siempre. Estos últimos, aparentemente con más recursos para sobrevivir, aunque sea por pura costumbre frente a la necesidad, se presentan en la piscina de la comunidad de “ricos” a cambio de cuidar del hipopótamo.

Rondón, obviando pronto la presencia del hipopótamo, en realidad parece querer hablarnos en realidad sobre el placer y el miedo de quienes conviven en esa existencia extraña, con piscina pero sin agua, y de esa mezcla de culpa y privilegio que se convierte en anestesia cuando se tiene la posibilidad de señalar a otros. Un otros y un nosotros que parece querer aplicar a gran parte de Latinoamérica más allá de Venezuela, con actores de origen venezolano, chileno, peruano y hasta mexicano. Desconozco si a conciencia, pero Rondón evita nombrar ciudades, evita anclar su historia a una coordenada concreta, y en esa decisión consigue algo extraño: que el relato se vuelva más cercano cuanto más indefinido parece, aunque ningún tono se impone del todo a lo largo de la narración.

La decadencia compartida, la ruina común y el edificio de clase alta que se derrumba mientras el mundo exterior se descompone frente a ellos funciona mucho mejor cuando no se intenta asociar a ese zoológico que tiene al único ser que todavía parece alimentado. El animal, que sobrevive donde los humanos mueren de hambre, quiere ser una suerte de espejo y amenaza, siempre relativo a lo salvaje. La fábula sobre la supervivencia moral que depende estrechamente de la supervivencia vital.

Zafari quiere ser una película simbólica, y en ese sentido lo es. La pregunta es hasta qué punto tiene sentido que el origen de todo ello sea el personaje que da título a la obra en sí, pues es el simbolismo más forzado. La deshumanización, en cambio, sí que tiene más sentido. La manera en que el miedo se cuela en los espacios íntimos, en la conversación familiar, en la mirada entre vecinos, en las relaciones paterno-filiales. Porque la anécdota convertida en parábola busca servir como un eje simbólico alrededor del cual giran las miserias humanas, pero es el edificio frente al zoológico el que condensa todas las tensiones sociales de un país, y en esa ambición que mezcla tanto anécdotas como contrastes surgen muchos artificios y costuras: los personajes de la familia vecina, retratados con trazo grueso, encarnan el cliché de la clase popular alegre, ruidosa y vulgar, convertida en amenaza para los privilegiados.

¿Clasismo, dicen? ¿La alegoría del miedo de clase que se disfraza de crítica? Zafari quiere hablar del miedo y la desigualdad, pero termina reforzando los estereotipos que dice querer desmontar. Su “no-lugar latinoamericano”, como he leído en algunas otras críticas que lo llaman, parece a veces una justificación de coproducción más que una apuesta estética. En su afán por ser universal, diluye lo particular; y en su deseo de incomodar, cae en el gesto vacío de una moral sin matices.

Al final, siento que es como si se quedara a medio camino de todo. Si bien el tono y algunas escenas consiguen incomodar desde un punto de vista genuino sin buenos ni malos, solo abandono, hay demasiados momentos que parecen forzados, actuaciones que no logran sostener la densidad simbólica del guion, y una resolución que se desinfla justo cuando la película podría alcanzar su mayor potencial. Porque Zafari quiere hablar de la pobreza, pero termina hablando desde la pobreza. Y no hay nada más peligroso que convertir la miseria en espectáculo. Como si la revelación sobre el clasismo no significara nada, como si la naturalidad con que se acepta esa fractura nos parezca inofensiva. Rondón, con mayor o menor fortuna, convierte esa confesión en un espejo que preferiríamos no mirar, pero escuchamos sin juzgar (en su cara, al menos).

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