El bucle emerge en Exit 8 como desde la rutina, de una suerte de enquistamiento vital por el que a buen seguro habremos pasado en alguna etapa. Nada como tener que comprometerse (o no), salir de la zona de confort, para afrontar esas inseguridades que nos abordan cuando todo parece destinado a no llegar a ninguna parte.

No estamos, en efecto, ante una idea novedosa, pero sí expuesta con una claridad en cuanto a lo conceptual que Genki Kawamura sustrae del videojuego homónimo. Los pasillos (más bien uno en concreto) de una estación de metro nipona —embebidos por una nitidez y claridad ya de por sí definitoria (y es que la idea en sí ya resulta potente: ¿puede haber algo que defina mejor esa repetición inevitable que es el periplo vital? ¿ese formar parte de una masa heterogenea cuyos cuerpos y comportamientos no distan mucho los unos de los otros?)— albergan pues un recorrido despersonalizado y sólo trastocado por una serie de anomalías en aquello que emerge como una traslación perfecta del original a la pantalla.
Pero ya no se trata tanto de lo respetuoso que pueda ser Kawamura con el material adaptado, sino más bien de conseguir otorgar un fondo que complemente ese universo, lo dote de una dimensionalidad específica y amplifique además su tono más allá del dislate malrollero.
En ese sentido, Exit 8 sobresale como una experiencia uniforme que, con poco, traza un relato coherente que se despliega en tres actos siguiendo a distintos personajes: un modo tanto de dar forma y amplificar las aristas que conforman ese microcosmos, como de desarrollar sus posibilidades.
La escisión en tres actos, que no es sino un conector desde el que vincularlos otorgando unos motivos muy concretos a cada personaje, consigue regenerar los lindes de un universo sin necesidad de aportar soluciones distintas. Sí, Kawamura continúa explorando esas anomalías que confieren intencionalidad al relato, pero otorgando un sentido específico a cada nuevo paso.

La gran virtud de Exit 8 reside en encontrar una vía en la que ese horror inquietante y malrollero dé paso a su verdadero sino. Desarrolla, en ese ámbito, una idea que no solo resulta eficaz, sino también sugerente por dotar del texto adecuado al periplo de su protagonista.
Todo ello perpetuado en un espacio, incorporando algún que otro componente de ‹j-horror› y, sobre todo, haciendo de los elementos mínimos de su puesta en escena una herramienta de lo más sugestiva. El cineasta logra generar con ello no solo una sensación de inquietud constante, sino también de una desorientación que contribuye a refrendar los paralelismos entre un mundo aséptico, nítido y repetitivo con uno aparentemente humano.
El autor de Cien flores despliega una concordancia que enriquece la obra en ambas direcciones, y se sumerge en el cine de terror con la habilidad necesaria como para que aquello que nos podría retrotraer con facilidad a otros films o referencias no lo haga.
Exit 8 triunfa donde tantas otras han fracasado, y en realidad ni siquiera necesita tantos estímulos como podría parecer: el film transita esa idea de enquistamiento, de estar atrapado, con un pragmatismo que hace que su extensión terrorífica funcione como tal, pero asimismo constituya los cimientos de su universo. Que Kawamura resuelva en un plano tan elemental (como en el fondo predecible) el arco dramático de la obra no hace más que apuntalar la idea de que en ocasiones en el tarro más pequeño se encuentra la buena confitura, y que la sencillez puede ser un valor añadido en tiempos donde la profesión y estridencia funcionan mejor que nunca. Cuestión de perspectiva (y talento, claro).


Larga vida a la nueva carne.





