Jugar con fuego (Delphine Coulin, Muriel Coulin)

El amor paternal es incondicional, o ese parece ser un dogma generalizado y establecido socialmente. Un hijo siempre encontrará perdón y redención en un padre, ¿pero es eso realmente cierto, o no es más que el síntoma de una idealización moral? Esa es la gran pregunta que parecen plantearse las hermanas Delphine y Muriel Coulin, quienes estuvieron presentes por primera vez en la Sección oficial de Venecia con Jugar con fuego, un dramático acercamiento a la podredumbre que trae consigo la extrema derecha, haciendo a toda tierra baldía a su paso.

Vincent Lindon, quien ganara la Copa Volpi el pasado año en la Biennale por su interpretación de un trabajador ferroviario viudo a cargo de sus dos jóvenes hijos, se verá confrontado no sólo a ellos, sino también a sí mismo y a la educación que les ha proporcionado cuando uno de ellos comience a coquetear con grupos neofascistas y ultras. No son pocas las cintas que ponen el foco en la culpa paterna, como Tenemos que hablar sobre Kevin o Manchester frente al mar, así como el reciente fenómeno de la miniserie Adolescencia, cuyo conflicto temático es eminentemente contemporáneo y dialoga directamente con la obra de las hermanas francesas. El cáncer de la extrema derecha, especialmente efectivo en hombres jóvenes debido a su incendiaria expansión por las redes, es el gran antagonista que parasita la mente de uno de los hijos de la familia, tema central sobre el que las Coulin articularán todo su eje dramático, aunque, tristemente, de forma errática y maniquea.

La tendencia del guion a simplificar el conflicto le hace un flaco favor a la importancia capital del fenómeno del auge de la extrema derecha en el mundo, ya que los motivos temáticos resultan, en muchos casos, banales, reduciendo los móviles psicológicos de la violencia y el racismo a esbozos simplistas de personajes más simbólicos que humanos, más caricaturescos que complejos. Parece como si se quisiera incidir más en la superficie de los símbolos y la estética ‹skin› que en las dinámicas sociológicas de estos fenómenos, con una intelectualización lo suficientemente reticente como para decepcionar a un espectador ya exhausto del cine políticamente folletinesco.

Las Coulin plantean un drama familiar más centrado en su vertiente melodramática que en una reflexión sociológica, enfoque que quizá habría resultado mucho más acertado si se hubiera equilibrado con una mayor profundidad analítica. Erich Fromm, el gran psicoanalista alemán, sintetizaba en El miedo a la libertad aquello que Jugar con fuego pasa por alto de manera descarada: «Sin embargo, si las condiciones económicas, sociales y políticas de las que depende todo el proceso de individuación humana no ofrecen una base para la realización de la individualidad… este rezago convierte a la libertad en una carga insoportable».

Aun siendo temáticamente superficial, si algo salta a la vista desde la primera secuencia es la madurez en la dirección de la cinta. Las directoras, con tan solo tres películas en su haber, parecen demostrar una templanza y un emotivo contemplativismo en la puesta en escena ciertamente inusitados. Los sobrios códigos visuales utilizados convierten las escenas en momentos pausados y perfectamente tensados que, aderezados por la expresiva fotografía de Pawel Mykietyn —quien ya destacaba en la notable EO—, articulan una imagen devastadora que acompaña la melancólica interpretación de un siempre monumental Vincent Lindon, así como el escueto reparto cargando notablemente con el peso dramático de un guion que combina demasiados lugares comunes con ciertas imágenes simbólicas poéticamente evocadoras. Un melodrama más reduccionista de lo que cabría esperar con un virtuosismo de las hermanas Coulin para la dirección que no se debería pasar por alto.

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