Hay en Drowning Dry una separación patente entre la mirada de Ernesta, la protagonista, y Juste, su hermana, y la pareja de cada una de ellas, Lukas, un luchador de artes marciales mixtas, y Tomas, el marido de Juste. Un hecho que el cineasta lituano Laurynas Bareiša (al que conocíamos por su debut, Pilgrims) expone de distintos modos, tanto aludiendo a lo formal —como en ese plano, casi al inicio del film, donde Ernesta llora angustiada tras un combate recién finalizado, y aparta con el foco la silueta de las dos hermanas de la del contrariado Lukas— como a lo gestual —esa mirada de la protagonista a su cónyuge mientras este hace el cafre con el coche por la carretera—. Así, los estímulos que les mueven a ambos quedan contrapuestos ante un prisma desde el que se desliza una perspectiva muy distinta, alejada del exceso de testosterona y de la crisis de la mediana edad que incluso llega a estar en algún momento en boca de los personajes masculinos.
Ello, aunque pueda no parecerlo, delimita el espacio de un film bordeado por una culpa que nunca se define como tal, pero queda descrita desde las reacciones y los silencios: basta con observar a Tomas durante el accidente del lago y justo después, en esa escena que compartirá, recluido en sí mismo, en la mesa con Lukas. Bareiša otorga a su nuevo largometraje unas coordenadas que van más allá de lo que se percibe, y que dinamitará ese fin de semana cuando la tragedia se cierna sobre ambas familias.
En Drowning Dry no hay lugar a juicios y, de hecho, conocemos los pormenores de ambas relaciones desde escenas aisladas o incluso alguna que otra conversación —como esa en la que Lukas y Ernesta comentan su particular situación económica con sus interlocutores—, siendo ese el modo desde el que esbozar un retrato en torno a sus personajes. Es en esta descripción cuasi naturalista que el realizador recoge a través de planos fijos que incluyen leves panorámicas y algún que otro ‹travelling›, así como tenues ‹zooms›, donde la cinta funciona notablemente. Tejiendo desde cada cuadro, que nos sumerge en los espacios que co-habitarán sus personajes, un mosaico que contemplar e ir desgranando paulatinamente, sin prisa pero sin pausa. Un carácter que confiere a la obra una percepción limpia, nunca sesgada, que sigue sinuosamente a esas dos familias, abocadas a una tragedia que podría cambiarlo todo sin, realmente, cambiar nada. Lo afectivo parece, a fin de cuentas, anclado por unos vínculos indefinidos, desdibujados —algo que expresa a la perfección la secuencia del baile entre hermanas, justo después de otra burda demostración testosterónica—.
Quizá, y por la quietud, sencillez (que no simplicidad) y claridad de la exposición inicial, se antoja de lo más extraña la decisión narrativa tomada por el lituano. Sí, es obvio que a través de la misma germina un sentimiento de inestabilidad permanente donde los distintos puntos de vista recomponen el relato intentando describir un complejo trance (y su posterior tránsito a la par). Pero, al mismo tiempo, se desliza una sensación de artificio orientado a otorgar forma a aquello que el espectador podría asumir fácilmente, sin necesidad de reproducir lo que termina por devenir un superfluo subrayado. Porque aunque resulte evidente, en ese juego con el punto de vista y la asunción de un nuevo estado por parte de Bareiša, el film termina descomponiéndose con una sencillez alarmante, sin ser capaz de proveer las capas adecuadas a un relato que apenas dispone estímulos a partir de ese momento.
Drowning Dry termina, en definitiva, siendo presa de un dispositivo premeditado en exceso, que no fluye como sí lo conseguía su arranque, que no otorga esos espacios desde los que reconstruir un vacío que intuimos por lo sucedido, y que se diluye sin posibilidad de conferir un espacio sugestivo desde el que continuar recomponiendo la historia. En su haber está lograr que aquello que podría ser un retrato de tantos, en su acto inicial, devenga gracias al prisma del cineasta una sugestiva crónica que va más allá de esa expresión europeísta algo manida, aunque bien entendida al recoger esa desazón sin trucos que, en cuanto llegan, desplazan toda virtud sin posibilidad alguna de remisión.

Larga vida a la nueva carne.