Tres amigas (Emmanuel Mouret)

Una vez finalizado el visionado de Tres amigas hay una palabra que se me viene a la mente: Comodidad. Y es que el nuevo film de Emmanuel Mouret da exactamente lo que uno espera. A simple vista esto, que podría sonar como un elogio (y en cierta manera lo es), acaba derivando en una serie de reflexiones que van más en la dirección sobre la generalidad de un formato que sobre la película en sí misma, cosa que ya despierta, como mínimo, cierto recelo al respecto de lo visto.

Sí, como decíamos, Mouret vuelve a hacer lo que sabe y hablar de lo que lo que gusta. En este sentido sí que nos encontramos ante un cineasta con su sello personal llevándonos al terreno que le demandamos. Y sí, también es cierto que inevitablemente volvamos a las (odiosas) comparaciones. Por Tres amigas flota el Woody Allen de los ochenta y el Rohmer de los Cuentos morales. Está Vincent Macaigne como un tótem situacional, y unos diálogos y situaciones bien escritas en su descripción de las complejidades del amor. Entonces, ¿qué falla?

Pues que más allá del encanto se nota una cierta sensación de refrito. Más que naturalidad se busca una suerte de complejidad artificiosa. A la película le cuesta respirar en muchos momentos, dejarse llevar y fluir. Más que un análisis parece una descripción pasada por un filtro de IA destinado a darle capas de intelectualismo a lo que, despojado de artificio y pseudo reflexión, se quedaría en un simple culebrón o comedia de enredo.

Nada en contra, por supuesto, de estos formatos, siempre y cuando se planteen de forma honesta. Esto es lo que Mouret, en este caso, parece olvidar. Es, por así decirlo, como un intento de hiperbolizar un tipo de cine muchas veces explorado ofreciendo como novedad justamente eso, la hipérbole bajo la bandera de “la vida real”. Puestos a jugar a este juego, también adolece de algo fundamental para ello: el sentido auto paródico del humor.

De todos los problemas que presenta este es quizás el más acuciante, el tomarse muy en serio lo que narra, hasta el punto de que, llegados a un punto, la película parece ejercer un proceso de canibalismo, devorándose a sí misma en su intento de epatar y conectar con la audiencia. Así, de un primer acto encandilador en su familiaridad, acaba en una especie de nudo “gordiano” que, al modo de Alejandro Magno, acaba resuelto a las bravas, un espadazo cortándolo y fuera.

Así pues, ese encanto del que hablábamos acaba disuelto y convertido incluso en algo levemente agotador y falto de interés. Lo peor es que nos importe poco lo que sucede en pantalla y justamente eso es lo que acaba sucediendo. Quizás el concepto, finalmente, para definir esta película, sería que es muy francesa en el peor sentido del término. Mucho ruido para tan pocas nueces. Eso sí, sin negar que poca gente puede vender humo y hacerlo de forma tan bella y elegante como hace Mouret. Buen intento, pero esta vez no ha colado.

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