Se podría hacer una película solamente con las frases (con todas y cada una de ellas) que aparecen como adagio de lo cotidiano y como aforismos genuinamente honestos En el Adamant, documental en apariencia sencillo pero profundamente conmovedor del prestigioso y respetado realizador Nicolas Philibert (a quien algunos conocemos, sobre todo, por Ser y Tener). Merecedor del último Oso de Oro berlinés (después del año de Alcarràs, ojo, da que pensar ese giro por lo social del certamen alemán), el rodaje se incrusta en el Adamant, un centro de salud mental en el centro de París que flota plácidamente en el caudal del Sena, ofreciendo un servicio terapéutico preocupantemente en vías de extinción estos días. Los usuarios comparten vivencias, gustos y ‹hobbies›, y deambulan tranquilamente en esta ágora privilegiada, casi paradisíaca, donde llevan a cabo desde el más anodino acto hasta la más única creación artística. El autor en seguida nos deja claro que no son internos los que pasean entre las paredes del Adamant, sino almas sedientas de una cura o, como mínimo, de un bálsamo espiritual basado en el diálogo interpersonal pero también en la capacidad introspectiva y reflexiva. Talleres, debates, presentaciones, coloquios, actividades y sesiones: no hay pausa ni respiro para saciar la curiosidad de sus habitantes.
El Adamant es una fortificación nadadora que se adentra en las aguas fluviales parisinas. Abierto en 2010, constituye un refugio flotante que desafía las leyes de la normalidad y se postra trascendiendo las leyes de la convencionalidad. El director juega con la poética del edificio para trabar un relato vitalista: los personajes de este filme también se mantienen, ondeantes, intentando escapar de una sociedad que los lee como marginados y, en cambio, nada más opuesto de la realidad: se trata de mentes autoconscientes que luchan a diario para alimentar sus inquietudes artísticas. Por eso mismo, el recinto les sirve como nave donde lo convencional se quiebra y, por lo tanto, donde los individuos pueden propulsar sus necesidades creativas. Aquí Philibert exhibe una maestría consiguiendo lo más difícil sin complicarse demasiado. Es decir, que teje un documental que formalmente no aporta nada nuevo y, sin embargo, se adentra en la psique de los residentes usando una intimidad y un cariño difícil de lograr. Una emoción muy humana y para nada forzada tiñe toda la película.
En el Adamant no es solo un alegato sobre la empatía, sino un mandato sobre el lenguaje y sus inconmensurables capacidades. Es decir, que Philibert y su equipo se toman su tiempo (algo también meritorio y a premiar teniendo en cuenta la narrativa acelerada, líquida e inmediata que define el audiovisual del presente) para escuchar, filmar e incluso compartir. Es muy importante sobre todo lo de escuchar: la película se abre como confesionario moderno, con primeros planos pausados y mucha paciencia en las entrevistas. Así es como consigue configurar un espacio de confort que no juzga ni prejuzga, sino todo lo contrario: se gana la confianza de su gente para establecer una relación proactiva, recíproca y de una intimidad mutua y no impostada. De esta manera, se nos permite no solo asistir y testimoniar las jornadas que suceden, sino también desfilar, junto a las personas que aparecen, en un carrusel emotivo de espíritus libres donde se colectiviza la vulnerabilidad pero también donde se muestran las fortalezas.
Nicolas Philibert consigue soslayar cualquier mensaje fácil, cualquier eslogan moralista o reclamo superficial, elaborando una sólida base discursiva que se eleva como reivindicación comunicativa y comunitaria (la necesidad de una institución así), pero también como manifestación antropológica y filosófica: el derecho transversal a las humanidades y a la expresión artística. Por eso, mientras atendemos a las preocupaciones de estos marineros (aparece incluso personal del centro trabajando, aunque no sean ellos el centro de la trama), contemplamos un rockero acariciando con maestría la guitarra, un amante de la pintura y de los cómics o un cinéfilo enamorado de París, Texas; así como una madre que recuerda cómo perdió la custodia de su hijo. Madura y propositiva, En el Adamant se autopercibe como una preciosa intersección y, a su vez, como carta de invitación a un mundo áspero y adverso, aunque también compensatorio y agradable. Fiel a su naturalismo, Philibert no renuncia a un reflejo agridulce, con testimonios y entrevistas apabullantes y crueles que postran sobre la mesa la fragilidad y la frustración. Y aprovecha este fiel retrato para poner el grito al cielo contra el estigma y la deshumanización: en un momento dado, uno de los residentes afirma que se ríen cada vez que alguien dice que un terrorista está loco. Estamos ante una fiesta tierna de la alteridad; una estufa con la cual cobijarnos en estos tiempos turbulentos y egoístas. Una embarcación para esquivar la demonización de los locos, los tarados y los autistas o esquizofrénicos. Porque la cultura no entiende de distinciones. Son difíciles de olvidar las palabras de una terapeuta que aparece al final del metraje: «Este es un lugar de deseo. La gente desea estar aquí». Como colofón final, una pregunta dura de formular: ¿Cuánto tiempo más va a aguantar un enclave tan sacro, puro e indispensable como este?