La espera (Piero Messina)

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Con Terra, cortometraje exhibido en 2011 en la sección Cinéfondation de Cannes, Piero Messina ya comenzó a dar muestras de un genio que todavía estaba despertando. Se presentó allá donde se reúnen todos los profetas ungidos y barnizados de oropel de la capital del Cine europeo para decirles en apenas 24 minutos que el cine italiano, aunque pase por ligeras crisis, nunca decae de manera señalada. Piero Messina es de esos directores que no se conforma con un gran manejo de la técnica para materializar una historia lúcida. Este joven italiano es de esos directores con sed de conocimiento más allá de la mera praxis que tanta falta nos hacen. Ideas (y muy buenas) hay muchas, pero ideas acompañadas de sabiduría y puntilla intelectual no encontramos tantas. Su tesis doctoral sobre Sokúrov ya dice mucho del punto de mira y de las intenciones del director italiano. Pero si tenemos en cuenta que detrás de una obra magna y soberbia como La gran belleza (Sorrentino, Italia, 2013) estaba la mano de Messina colaborando, ya no es necesario decir nada más.

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L’attesa (Italia, 2015), el primer largometraje dirigido por Messina, fue proyectado en el Festival de Venecia el año pasado (junto con Francofonía, de Aleksandr Sokúrov. Casualidades de la vida.) Algo que prueba que este director ya desde sus primeros pasos se está situando entre los nombres más sonados (esperemos que no le hagan chirriar, como a muchos), y que es más que probable que según avancen los años y evolucione su trabajo se convierta en uno de los grandes. L’attesa es una obra que (no se malinterpreten las palabras), sigue cierta línea del citado Sorrentino, aunque tome desviaciones y abra otras posibilidades. Es decir, L’attesa tiene ese denominador común que la sitúa junto a obras como La gran belleza o La juventud. Un punto en común (y quiero recalcar que no es algo que haga a estos dos directores semejantes ni miméticos, sino que parece haber entre ellos un núcleo o nexo de unión invisible) consiste en una forma de manifestar lo sacro y lo inefable en elementos terrenales y banales. No me refiero con ello a que haya siempre en ambos realizadores elementos religiosos señalados de manera intencional, pues pueden ser directos como en L’attesa, o simplemente se trate de componentes que se limiten a elevar la conciencia del espectador a esos conceptos sin mostrarlos directamente mediante imágenes y sonidos poderosos como en La gran belleza. Con ello refiero a un ritmo en el montaje, una puesta en escena, unos diálogos o un atrezo que, siendo en un nivel sensitivo superficial vacuos, poseen en conjunto el poder de crear una experiencia sacra, de elevación tanto espiritual como intelectual. En otras palabras, estas películas, sean bellas o no (no es oportuno ahora meterse en elementos todavía más abstractos), ejercen una sensación de respeto en el receptor gracias al orden de sus partes.

Esta solemnidad idiosincrática de este concreto cine italiano se hace patente en L’attesa de principio a fin. En primer lugar, los movimientos de la cámara y la unión de los planos son pausados. No lentos ni vacíos, estos ya abundan y no sería oportuno señalarlos como logro, sino que están basados en un principio de no agitación, lo que da pie a que la experiencia estética del espectador pueda ser plenamente contemplativa sin ser sacado de la misma. En otras palabras, el tempo de la cinta permitirá que el espectador asimile todo el significado sin ser sobresaltado, lo que facilitará esa ascensión o ese escape hacia lo no terrenal atendido en párrafos precedentes. En segundo lugar, lo reflejado por la cámara no se ciñe a una revelación antropocéntrica, así como tampoco a una torpe huida de la figura humana. Lo registrado por el objetivo en L’attesa parece pertenecer a un único organismo complejo en el que sus partes se relacionan armónicamente entre sí. Juliette Binoche respira, pero también lo hacen las puertas viejas de la finca en la que ella vive. Por otro lado, Messina tampoco se equivoca en el reparto. Juliette Binoche, ya citada, parece ser que aceptó sin resistencia interpretar a una madre que acaba de perder a su hijo. Este papel no le viene grande, en Tres colores: Azul (K.Kieslowski, Francia, 1993) ya tuvo que “ser” (no actuar, pues como le dijo a Messina ella no actúa, sino que es) una madre cuyo marido e hija habían muerto recientemente. Por otro lado, y aquí se dice que sí hubo que buscar un poco más, Lou de Laânge evidencia el nerviosismo y la jovialidad de una adolescente cuyo novio está muerto, pero todavía no lo sabe. Ambas esperan al chico estableciendo una relación en la que Anna, la madre de Giuseppe (el chico fallecido), ve en Jeanne, la recién llegada, la oportunidad de mantener de alguna manera vivo a su hijo. En otros términos, la madre suspende su desesperación temporalmente gracias a la falta de conocimientos de los hechos de la joven y su consecuente seguridad y confianza de que su pareja sigue existiendo (solo que está ausente temporalmente por un motivo X). Así, Giuseppe, como el gato de Schrödinger, estará vivo y muerto a la vez durante la espera a que la fuerza de la realidad las haga ir tomando un camino determinado.

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Todos estos elementos ayudan a desprender ese aura del que se viene hablando todo el texto. Un aura que se ve incrementada por un carácter (en este caso concreto sí será intencionado) religioso evidente, directo. La continua presencia de iconografía cristiana eleva aún más esa solemnidad innata de este cine italiano y evoca un cierto olor a incienso. Messina no hace ningún tipo de apología del Cristianismo, tan solo muestra las formas icónicas del mismo, y que unas veces servirán para que el personaje se proteja del vacío y la pérdida, pero en otras ocasiones le producirán un temor barroco.

A su vez, y para recalcar esta muestra de imaginería, el director juega de alguna forma (al menos puede provocar esa interpretación), con la analogía entre madre/ Virgen María sufriente e hijo/ Cristo sacrificado (el término “sacrificio”, para más inri, es mencionado con cierta fuerza en uno de los diálogos). Es decir, la película haría referencia, desde un hecho concreto situado en la Sicilia actual, a ese sentimiento de pérdida del Hijo con el que comienza nuestra Era. De hecho, el espectador quizá perciba lo que puede ser la composición de una Piedad en un plano concreto de la cinta (Imagen I Anexo). Una Piedad en versión postmoderna, a diferencia de la representación casi fiel y tradicional de algunas obras pictóricas de la Historia del Arte italiano que se suceden a lo largo del film.

L’attesa, por lo tanto, es una obra dramática a la que el espectador ha de ir en actitud contemplativa para poder disfrutarla plenamente y sacar de ella todo su jugo. Ha de sentir cada plano, cada gesto, cada chirrío de los muebles. El significado llegará por sí solo, así como una experiencia que no es un “para”, sino que vendrá para recrearse y finalizar en sí misma. L’attesa posee esa cualidad de la que hablaba el teórico del Arte Panovsky, según la cual el espectador se verá inmóvil en su butaca durante un tiempo determinado, pero en la que estéticamente se verá transportado. En su mano queda determinar dónde será dirigido.

ANEXO

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Imagen I. Fotograma de la película que puede asemejarse a una Piedad revisitada si se atiende dentro del significado del film.

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