La alternativa | Tenemos que hablar de Kevin (Lynne Ramsay)

La aceptación es una fase. Una madre acepta a sus hijos tal y como son, como una admisión a los genes que han donado para su creación. Se pueden dar casos aislados en los que la madre odie su existencia, pero no tienen modo de eludirlos de forma creíble de cara a la sociedad. He aquí una visión fea de la maternidad.

Un día hojeando una revista apareció un artículo sobre niños psicópatas. No era un texto elaborado, simplemente mezclaba datos y nombres de expertos para entonar la historia de un niño al que sus padres no sabían muy bien cómo tratar, con un comportamiento lleno de altibajos que llevaba a la madre de cabeza, hasta permitirle pensar que su hijo sería de adulto un premio nobel o un psicópata asesino. Una idea que puede pasar por la cabeza, pero no se puede reproducir en voz alta sin ser juzgada y condenada, mientras ella se convencía de que el mundo se tenía que poner en su situación y circunstancias para comprender esa atroz afirmación. La lucha entre especialistas era algo más compleja, algunos defendían la existencia de esa psicopatía en los infantes aunque sea difícil de medir ya que un niño por naturaleza es narcisista e impulsivo. Otros cuentan que no tienen el cerebro totalmente desarrollado como para creer que sus momentos de crueldad e insensibilidad sean una base que les condicione en la adultez, puesto que todavía se pueden moldear.

Existe un sinfín de películas que remiten a niños malvados y extraños que campan a sus anchas y destruyen familias o mundos enteros, la opción más reciente, la española Hijo de Caín de donde surgió esta alternativa, juntas podrían convertir una lista en infinita, pero yo no podía dejar de pensar en Kevin, el niño de mirada fría era como una clave. Tenemos que hablar de Kevin es el mayor grito ahogado de una madre en el cine reciente. Sufrir junto a Tilda Wilson es demasiado fácil para pasarlo por alto.

La película, basada en la controvertida novela de Lionel Shriver con la que comparte nombre, desgrana una anunciada catástrofe en la que nos sumerge con delicadeza y total desolación. Lynne Ramsay basa esta desestabilidad en el rojo, como color y como estado emocional, donde la ambivalencia maternal y la inexpresividad infantil someten a la historia en un infierno terrorífico. El rojo marca la distancia.

El rojo como elemento expiatorio. Es en su inicio cuando se apela a su libertad, cuando no existía ningún lazo familiar, representado en plena Tomatina de Buñol para la protagonista, Eva, nombre de la primera madre en términos bíblicos, que desconoce lo que es la maternidad presentando su figura en cruz, como una anunciación, rodeada de jugo de tomate, como sangre que fluye y compartirá esa unión irrompible, un inicio que resbala entre ese líquido iluminado hacia la dirección adecuada.

El rojo como estigma social. Se conoce de modo abrupto el odio que el pueblo siente hacia su persona por una enorme pintada roja que destruye la fachada de su hogar. No se perfila la realidad que vive la mujer hasta que va avanzando la película, por pequeños flashbacks que enlazan situaciones del antes y sus consecuencias. Es totalmente salvaje y crudo el modo en que reacciona la gente con ella y como acepta esa vejación como un castigo merecido.

El rojo como lazo sanguíneo. Encontramos una embarazada fuera de lugar que se mantiene así, ajena al amor real hacia su hijo en todo momento. Se le acompaña siempre a través de instantáneas displicentes donde se la encaja como una obligación, un objeto más presente en una imagen claustrofóbica a cada momento. Su rostro angustiado siempre queda en contraposición a la música extemporánea, su sufrimiento contra pequeñas alegrías con toques de folk. Es la imagen de vacío en el nacimiento de su hijo lo que comienza a formar esta difícil relación materno-filial, convirtiendo a Kevin en una lacra ante la total incompatibilidad entre ambos.

El rojo como consecuencia violenta. La pesadumbre la acompaña desde que se da cuenta de su incapacidad de conectar con su propio hijo. Una incomunicación total, en la que nadie comparte lo que ella ve en él, sufre de asfixia maternal por el dominio infantil. Los pequeños logros son concesiones por parte de Kevin, que no encajan en su corta edad, entendidas por el padre (que se encuentra en un segundo plano a modo de punto de inflexión) como reacciones de un niño dulce que está en constante descubrimiento del mundo. Ante esto, a la madre no le queda más que tragar y odiar sin reconocerlo. Nos permite preguntarnos si realmente es malvado, con su mirada gélida e impenetrable y la madre, como tal, es la única capaz de comprender esa evolución hacia la negatividad, o simplemente no soporta al muchacho y nos están descubriendo una auténtica desestructura emocional que se transmite poco a poco a esa mente endeble que está todavía por formar.

El rojo como sintaxis. O el amarillo como desgraciado suceso, realmente toda la preparación que nos dan no es suficiente, imaginas lo peor pero el presagio nunca supera la muestra real, que convence con elocuencia la presencia de la altivez en Kevin y la toalla tirada al suelo en la que se convierte la vida de Eva, la madre con nombre de primera madre, en un ejercicio sórdido de pulso firme y tristeza absoluta, donde introducirnos en la psique de una madre con un serio problema que ha salido de sus propias entrañas.

¿Siempre fue falta de amor o algo que se fue cocinando en la cabeza de Kevin desde su nacimiento? Ni los psiquiatras podrían definirlo con claridad. Sólo una huella prevalece, una madre lo es para siempre, no hay puertas que cerrar en ese camino.

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