Blue Valentine (Derek Cianfrance)

Blue Valentine es como un amargo trago de café, como uno de esos solitarios días en que la desazón te invade o como un mal trago de whisky barato en una noche para olvidar. Su germen en una secuencia inicial que ya describe a la perfección tanto ambiente como personajes resulta toda una declaración de intenciones. El bronco aspecto de sus personajes en una atmósfera que parece viciada por los peores males de una relación degradada cuyos últimos coletazos terminan en el seno de una familia a la que en realidad no se le intuye ningún tipo de desestructuración, pero que a través del aspecto de sus protagonistas ya refleja una dejadez y una desgana implícitas en el aspecto de la estancia que comparten, aunque marcada por la presencia de una criatura que parece ser el único sustento antes de dar el último adiós.

No es que el pesimismo o la crudeza con que Cianfrance retrata una relación de la que nos muestra distintas etapas sea la tónica general de una cinta que sabe pasar por tantos estados como sensaciones puede llegar a producir eso a lo que llamamos amor, es más bien el hecho de encontrarse ante un clímax final donde el cineasta norteamericano sabe desentrañar todas las causas del desenlace de ese romance al que ponen fin la naturaleza voluble de una muchacha a la que rara vez atisbamos a comprender y el fuerte carácter de un tipo que no está dispuesto a dejar que el tiempo pase sin más, y cuyas decisiones parecen forjarse entorno a una inestabilidad que marca el devenir de ambos personajes.

Pero el amor nunca fue cosa de comprensión, ni en el auge ni en el declive, así que intentar atisbar hacía donde se dirige un vínculo tan complejo que puede llegar a suscitar emociones de lo más inescrutables para los que estamos fuera del círculo, en este caso los espectadores, sería un absurdo que en Blue Valentine se forja en diálogos y reacciones que incluso pueden llegar a recordar a aquel comportamiento aleatorio que desentrañaban en no rara ocasión los personajes del cine de Cassavetes. Es, por tanto, intentar discernir el porque de sus actos algo que en realidad no corresponde a un público que en ocasiones recibe con perplejidad esa conducta en la que el sentimiento transforma la razón en puro capricho.

Cianfrance, a pesar de jugar con un armazón emocional tan esquivo, logra establecer una conexión afectiva a través de la cual provee algunas secuencias que se antojan inolvidables que surgen casi de modo inesperado y con las que también quedan reflejados algunos de los puntos más brillantes de una relación en la que el cineasta decide enfrentar sus dos versiones como si de un espejo roto se tratara, haciendo uso de un esqueleto que dista menos de lo que parece de la estructura clásica (en realidad sólo seguimos una acción presente con consiguientes flashbacks) para proponer una ruptura temporal que refleja dos periodos con lo que ello conlleva: dos constantes, dos perspectivas y un modo muy distinto de enfocar una situación afectiva cuyo desgaste parece propagarse por cada lugar que pisan los protagonistas.

Pongamos como ejemplo una de las mejores escenas de la película en la que un inspiradísimo Gosling espolea al personaje de Williams para que le dedique un baile enfrente de un pequeño comercio mientras él toca su ukelele. Con un plano abierto, una marcada iluminación y cierto colorido pese a ser negra noche, Cianfrance interpreta a la perfección uno de esos momentos de auge en el que deposita con tenacidad algunos de los cimientos de esa conexión que no sólo se trenza entre Dean y Cindy, sino también con el espectador.

A ese instante podríamos contraponer perfectamente ese “encierro” redentor en la habitación de un hotel que termina derivando en todo lo contrario. Una fría luz (sólo desposeída de su frialdad en esa cama giratoria) azul baña todo el recinto haciendo que cada gesto o cada diálogo resulte más áspero que el anterior. Es de hecho en esa estancia, entre alcohol y algún que otro cigarrillo, donde se palpa uno de los momentos de clímax más desazonadores de todo el film, y donde Cianfrance termina aprovechando la ocasión para dar lugar a una separación todavía más distante y gélida de lo que uno pudiera imaginar: sin palabras, sin gestos, sólo con una amarga nota pegada a la nevera.

Difícil resulta encontrar en los últimos años un acercamiento más honesto y, sobre todo, auténtico a las relaciones de pareja y al propio enamoramiento en sí. Un acto que realzan aquí dos interpretaciones magníficas ante las que cualquier adjetivo se antoja insuficiente, pues tanto Ryan Gosling como Michelle Williams reflejan con cercanía un universo complejo que puede resultar tan cálido como desangelado y que representan con todos los matices, degradando no sólo cuerpo para ello, sino también alma, pues más allá del cambio físico del intérprete canadiense se intuye un agotamiento psicológico que refleja de modo brillante con una mesura que pocos actores serían capaces de alcanzar, dando forma a un desazón y una crudeza que, si no le invaden a uno al término de Blue Valentine, bien podríamos replantearnos si aun queda un ápice de humanidad en su haber ante una declaración tan sincera como deslumbrante.

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