La sátira política es uno de esos terrenos que no pierden vigencia. Nos encontramos, no obstante, lejos de la acidez casi lacerante e imperante en aquella hornada de cineastas transalpinos formada por los Petri, Monicelli o Risi, entre otros, que desplegaron con atrevimiento y sin complejos los efluvios del género. Algo verdaderamente paradójico, estar ante una etapa donde ha quedado atrás su carácter combativo, y todo se dirime en torno a una pulcritud formal casi contraproducente, que elimina cualquier rastro de aspereza.

No se puede decir, en ese aspecto, que Versalles, tercer largometraje tras las cámaras de Andrés Clariond Rangel, ostente dicho defecto. Su puesta en escena, ciertamente estilizada y ceñida a un marco muy particular —la hacienda de un político candidato a la presidencia que será, de repente, descartado para dicho cometido—, busca desplazar el foco alrededor de la mujer del protagonista y su afición por las composiciones y la pintura, todo anexionado a un período muy concreto de aristocracia francesa. En torno a dicha idea, el mexicano aboga por la metáfora visual y huye de cualquier conato de aridez, privilegiando planos generales, estáticos en su mayor parte, y visualmente cercanos a la elegancia que parecen promover los lienzos de ese personaje femenino. Una metáfora que por momentos se torna obvia, incluso estridente, y que no otorga excesivo filo a su fondo, si bien estipula la multiplicidad de un tono que no es tan dócil como aparenta.
Versalles funciona de hecho con más diligencia, cuando se apoya en un diálogo del que se deslizan apuntes pertinentes y, en especial, en el retrato psicológico de un individuo fuera de sí. Chema, ese aspirante con ínfulas, verá cómo todo aquello en lo que creía se derrumba: perder su valía derivará también en una pérdida de fe que su esposa Carmina sí mantiene. Con la mirada puesta en un nuevo horizonte, se define como un trabajador, hecho a sí mismo, ante la posibilidad de colaborar con los trabajadores de su hacienda. Un ámbito que choca con las aspiraciones de su mujer, quien emerge como una especie de antagonista, buscando exprimir las últimas gotas de rédito político, e intentando recobrar una imagen que para él se antoja inalcanzable ante la nueva circunstancia arrojada.

El modo en cómo Carmina escenifica esas estampas surge como representación del fingimiento que impera en el mundo que la rodea; y que ella extiende a su relación con Chema. El cineasta mexicano afianza ese componente psicológico que hace que su film trascienda más allá del mero comentario a pie de página. La sátira consigue desplegar así un espectro repleto de grises donde incluso asoma (si bien tímidamente) una aspereza desde la que matizar el dibujo de su personaje central.
Emerge desde esas constantes un film que, sin embargo, se articula en torno a estímulos; y que aunque encuentra en sus chispazos la forma de sostenerse, resulta un tanto inconstante, sin ser capaz de renovar sus ideas. Versalles tiene, en definitiva, claros sus propósitos, pero todo termina por sentirse incompleto: ni su mirada incisiva logra atravesar la barrera de lo obvio; ni la manera en cómo perfila sus personajes obtiene un reflejo amplio y perfilado; ni la mixtura trenzada se desembaraza de lo conocido. Andrés Clariond explora el terreno con nociones que podrían ser certeras, y que huyendo de cierto conformismo, se topan con una imagen ciertamente vaga: quizá una consecuencia de aquello en que se ha transformado a pasos agigantados una parcela, la política, cada vez más abocada a aquello que de tan llano y evidente termina por perder toda su naturaleza específica.


Larga vida a la nueva carne.





