Tragedy Girls (Tyler MacIntyre)

Las uñas rosas chicle no casan con las manchas de sangre. Porque rosa+rojo es una combinación que mira, no. Y aunque a ellas les parece vital la imagen que proyectan sobre la sociedad (mentira, solo los ‹likes› y corazones en sus redes sociales), el poso verdaderamente importante es la información.

Que creen el conflicto sobre el que se informa, mero trámite.

Tyler MacIntyre apuesta por el humor en Tragedy Girls, donde la sangre sí parece hacer migas con las zapatillas de flores, los móviles con lentejuelas y los ‹acid colors›. Aunque algunos hemos crecido con las películas de ‹psycho-killers› adolescentes con una importante base de datos cinéfila que fuerza el guiño (y sí, la saga Scream es una de ellas), el esfuerzo de las nuevas generaciones por destruir cualquier sensatez que asome ante la sobreexposición que les ofrece internet parece el vehículo perfecto para explorar nuevos rumbos de lo ya conocido, visto, incluso desgastado.

Las jóvenes de sonrisa perfecta se prestan a dislocar los términos del buen asesinato, y como Tragedy Girls parte de la idea de dos chicas dispuestas a lo que sea para que su web sobre asesinatos crezca en popularidad, durante sus peculiares intentos de aniquilar a aquellos que les quitan el protagonismo que buscan la película es divertida, fresca y fácilmente consumible. Pero aquí ocurre como en los grandes dramas que genera día a día Youtube (entre youtubers), compartir fama es duro —#BFF?—.

Pasa lo de siempre, los dúos funcionan o como grupo o como individuas, y en este caso solo la primera opción es válida. Sadie y McKayla —Alexandra Shipp y Brianna Hildebrand más allá de su estela de jóvenes prodigio— hacen de su último curso una oda al egocentrismo puro y duro, donde al parecer sirve de ayuda para construir una historia con mayor humor el patetismo de las víctimas, y ese esfuerzo extra por forzar sus características más inanes, siendo cumbre la escena del novio motorista y sus frases de manual recitadas con voz queda en cualquier situación.

La música, el color, el abuso del concepto ‹poser›, los planes fallidos y la concentración de humor y casquería a partes iguales y siempre desproporcionadas son las virtudes que consiguen que Tragedy Girls se disfrute como un desengrasante ante la seriedad y la ironía que reina en el ‹slasher› últimamente, y aunque no sea la vuelta de tuerca definitiva, sí aprende de los grandes asesinos versión ‹teenager› y conjuga las esperadas citas al género y sus maestros —Dario Argento, Mario Vocento, Dame Arginina, muérete (permitidme mi homenaje al homenaje)—.

Ahora bien, por algún motivo parece necesaria la justificación de todo acto atroz (el ‹background› para la utilización de tanto ‹hagstag›), y la que nos ofrece la película hace que el ritmo baje. Vamos, uno puede acabar más frío que los cadáveres que van dispersando por su ciudad. Porque, no sé, es una teoría, la película no va tanto dirigida a las nuevas generaciones de cinéfilos y sí a los que ya tienen esa base de datos en su cabeza, por lo que los momentos de depresión en la historia no son tan interesantes como para encontrar ahí la mofa hacia la línea de las protagonistas.

Ver para creer, esto hace que el final no entusiasme al mismo nivel de los aplausos iniciales, pero Tragedy Girls sigue dejando un rastro de risita silenciosa tras la carcajada ‹in situ›, algo que no todos consiguen. Y como me declaro negada y perezosa ante el uso continuo de las redes sociales, el ímpetu y tesón de estas dos chicas lo valoro hasta con los ojos cerrados.

#rosayrojo

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