Tan solo una semana después de que Filmin distribuyera Amor en Oslo, llega a cines la esperada última pieza de Sex, Love, Dreams, una Sueños en Oslo con la que Dag Johan Haugerud conseguía el preciado Oso de Oro para ponerle el broche final a la trilogía que lo ha situado en el mapa cinéfilo internacional.

En esta última entrega, Haugerud pivota hacia el fértil terreno del romance, siendo este el destino natural de su trilogía, pues las dos primeras cintas giraban en torno al sexo y la empatía que, aun siendo derivados del amor, no abordaban el amor erótico directamente, lo que entendemos por Amor con a mayúscula. El noruego se propone además filmar el primer amor y la pasión inexorable que este trae consigo, un ‹coming of age› melancólico que, aunque paradójico, funciona maravillosamente. Citando los bellos versos de Jorge Luis Borges:
«Si el sueño fuera (como dicen) una
tregua, un puro reposo de la mente,
¿por qué, si te despiertan bruscamente,
sientes que te han robado una fortuna?
¿Por qué es tan triste madrugar? La hora
nos despoja de un don inconcebible,
tan íntimo que sólo es traducible
en un sopor que la vigilia dora.”
Y es que el desengaño al que Borges se refiere es el eje dramático sobre el que toda la obra bascula: ese ascenso emocional y brutal caída que sufre la protagonista al enamorarse perdidamente de su profesora, quien no la corresponderá como tanto desea. El tejido narrativo que Haugerud traza a través de las tres generaciones familiares y sus anhelos frustrados es ciertamente disruptivo del panorama artístico actual, que suele limitarse a añadir obstáculos externos a sus personajes y su sexualidad.

Algo así sucedía en Vermiglio (2024) que, abordando también el despertar sexual, terminaba siendo un compendio un tanto tosco de las represiones históricas hacia la mujer y su sexualidad, pues Maura Delpero lo hacía siempre desde un punto de vista externo y lejano. En este caso, el noruego nos imbuye en lo más íntimo de la conciencia de la adolescente protagonista, enhebrando con su flujo de conciencia y monólogo interno sus vacilantes acciones.
El dramatismo temático es mucho más latente en esta cinta que en las dos anteriores, elemento que permite al realizador ciertas libertades expresivas que termina por desaprovechar totalmente, limitando sus composiciones a simples planos cortos, mucho más informativos que expresivos. Y es que esta sencillez formal funcionaba perfectamente en Amor en Oslo, que se fundamentaba en el diálogo, pero en un largometraje diametralmente opuesto, donde prácticamente nada se exterioriza. La insulsa dirección es un lastre para el óptimo desarrollo del guion.
Quien sí sabe aprovechar de manera excelente el relato de nuevo es Cecilie Semec, quien crea unas imágenes de una belleza plástica exorbitante, entendiendo profundamente la condición onírica del primer amor y proyectando con la luz el complejo estado emocional de los personajes.

La sensación general de este disruptivo cierre de trilogía, respecto a Sex y Amor en Oslo, es que Haugerud apuesta por un dramatismo más clásico, alejándose del naturalismo nórdico que tanta sensibilidad emanaba y que con tanta elegancia filmaba, acercándose la intimidad de unos personajes profundamente humanos. Aun siendo un cierre muy competente y sólido, el acercamiento temático-formal a un dramatismo más manido y conservador le pasa factura al realizador noruego.

Larga vida a la nueva carne.





