Sesión doble: Las aventuras de Buckaroo Banzai (1984) / Repo Man (1984)

La comedia más extraterrestre llega a la sesión doble con un ‹mix› improbable como el realizado por un habitual guionista (de su firma llegaron La invasión de los ultracuerpos o el Drácula de Badham) como W.D. Richter con Las aventuras de Buckaroo Banzai, y el debut de uno de esos nombres celebrados, Alex Cox, que ya daba que hablar con Repo Man.

 

Las aventuras de Buckaroo Banzai (W.D. Richter)

De entre los experimentos fallidos que tuvieron lugar en el cine comercial ochentero estadounidense guardo un especial cariño a esta Las aventuras de Buckaroo Banzai (The Adventures of Buckaroo Banzai across the 8th Dimension, 1984). No solo por el hecho de contar en su elenco con algunas de las caras más reconocibles del cine de género de la época, sino que igualmente por su fiasco comercial que supuso que esa secuela anunciada en los créditos finales, culminados con ese desfile a ritmo de una melodía pegadiza que se antojaba como la celebración de unos anhelados cheques “pagafacturas” a distribuir entre el reparto, no llegara a buen puerto.

Mi experiencia con la peli me transporta a mi niñez. A esas sesiones sabatinas de buen cine que programaba RTVE. A ese cine desprovisto de la trascendencia plomiza que parece no puede faltar en el fantástico actual. Pues Buckaroo Banzai es ante todo un fresco solo apto para friquis extremos que tan solo ansían pasar un rato distendido, sin necesidad de experimentar sensaciones ni reflexiones trascendentales. Si no eres uno de esos, mejor no te acerques a Buckaroo.

Aquí el argumento no es lo importante. Ni tampoco los efectos especiales, más emparentados con la serie B de los cincuenta que con las superproducciones de la ciencia ficción de finales del siglo pasado. Lo cutre prima sobre lo excelso. Y eso a mí personalmente me encanta.

La trama es disparatada y difícil de seguir. Muy heterodoxa. Un delirio, maquinado en los artificios de las viñetas del cómic, que sustenta un armatoste que prefiere llamar la atención del espectador a través de los ojos que de la mente. Nuestro héroe no tiene ningún poder sobrenatural. Es un matemático, roquero, filántropo y artista marcial japo-estadounidense que ha logrado inventar un coche capaz de superar la barrera del sonido. Pero su experimento abrirá una puerta oculta, la octava dimensión del planeta Tierra, que alberga a unos malévolos extraterrestres, los Lectroids Rojos, huidos de su universo y que ahora amenazan la estabilidad del nuestro. Liderados por el ‹mad doctor› Emilio Lizardo (desatadísimo John Lithgow), tratarán de conquistar el mundo, una vez descubierto su escondite dimensional.

Pero Buckaroo, junto a su banda científicos roqueros —dibujada como un grupo de friquis a cuál más colgado (impagable ese vaquero atolondrado interpretado por Jeff Goldblum)—, dará la batalla a los Lectroids Rojos, con el apoyo de otro grupo de extraterrestres que acudirán para ayudar a acabar con el enemigo.

La trama es disparatada, delirante y compleja de seguir. La mezcla de acción y comedia produce una sensación de atropello que provoca que las secuencias discurran como un pulpo en un garaje. Asimismo, el dibujo psicológico de los personajes es nulo, pues lo que prima es el humor blanco y la acción sin salpicaduras de sangre a lo El equipo A.

Creo que ello fue lo que provocó que la cinta se convirtiera en un fiasco comercial. Puesto que su apuesta por lo excéntrico, por el surrealismo y por la total falta de línea argumental no parecía que fuera una buena idea para conquistar a un público que en los ochenta esperaba aventuras y acción sin desvaríos.

No obstante, en mi opinión, Las aventuras de Buckaroo Banzai sigue siendo un dulce imprescindible para entender lo que fue el cine de aventuras ochentero. Su universo muy personal y absurdo, su desenfado, su total falta de pretensiones filosofales o su homenaje al mundo científico y al cine, especialmente a Orson Welles que aparece homenajeado tanto en la figura del presidente de los EEUU (que se asemeja en lo físico al genio) como en la mención de Goldblum al episodio de La guerra de los mundos, la convierten en una pieza de culto que para los que la vimos de niños nos teletransporta a otra dimensión añorada y quimérica. Y eso es para mí el cine, la posibilidad de emocionarte al recordar tiempos pasados y felices. Y ello, al menos para los friquis de mi generación, lo consigue con creces un filme tan estupendo y especial como este.

Escrito por Rubén Redondo

 

Repo Man (Alex Cox)

Los años 80 eran distintos. Y no, cuando uno habla de que los años 80 eran distintos, no habla ni de la dichosa nostalgia ni de propuestas que, por su frescura, devendrían en sagas interminables —a algunas todavía se les saca partido a día de hoy—; más bien de la consecución de una mirada, de un espíritu, que pocas veces ha sido recogida con esas ganas de expandir nuevos horizontes, de dejar atrás el paradigma de lo clásico y de tender puentes a un cine en plena construcción pero cada vez más propio y enraizado en una cierta sensación de desarraigo.

Repo Man, debut de Alex Cox tras las cámaras, nos pone tras los pasos de Otto, un joven e insubordinado individuo que, tras perder su trabajo, dará de bruces casualmente con uno de los llamados ‹repo man› que dan título a la obra —los encargados, en definitiva, de recuperar vehículos cuyos dueños no habían terminado de hacer el pago—, encarnado por el siempre genial Harry Dean Stanton. Será entonces cuando el destartalado microcosmos compuesto por el autor de títulos como Sid y Nancy se posará frente a sus ojos dando pie a un periplo siempre agitado; pues como se repite a lo largo del metraje, «la vida de un ‹repo man› siempre es intensa». En el epicentro de todo, un vehículo con maletero en forma de ‹mcguffin› que desatará el frenesí: los propios ‹repo man›, agentes federales, un grupo de punks antiguos colegas de Otto y una colección de personajes a cada cual más estrambótico que, por distintos motivos, seguirán la pista del codiciado automóvil.

Los ingredientes necesarios, en definitiva, para dar forma a un trayecto las veces desnortado, casi siempre un tanto chalado, salpicado por un humor tan peculiar como gamberro y bordeado por un nihilismo de lo más certero (ojo a la última frase del personaje al que da vida Harry Dean Stanton).

Es así como Repo Man constituye algo más que lo que se podría asumir como una personal incursión genérica: en su forma de diluir barreras (incluso argumentales) está el espejo de una sociedad grillada y desequilibrada cuyo retrato resulta brillante. Pero no por ello desprecia Cox a sus personajes, cuyo dibujo huye de la pantomima. Sí, es cierto, hay arquetipos y de estos surgen algunos de los diálogos más certeros del film, pero también hay una mirada recíproca que se extiende por todo el metraje a través de pequeños cuadros que perfilan las inquietudes de unos personajes que parecen varados en algún lugar que no decidieron.

Porque, a fin de cuentas, su objetivo no es otro que encajar (si es que se le puede llamar así) de algún modo en una sociedad fuera de sí. El aderezo, en forma de ‹sci-fi›, resulta todavía más consecuente ante las posibilidades de un universo donde conseguir una suma que ni siquiera cambiaría el propio sino se antoja tanto una meta final como futil.

Repo Man emerge como toda una declaración de intenciones capaz de condensar su esencia sin resultar desigual: puede que en ocasiones uno se sienta tan desorientado como sus propios personajes en el insólito mosaico tejido por Alex Cox, pero todo queda aunado bajo la constitución de un mundo que, a cada paso, más imprevisible se torna. Nada como seguir los pasos de un jovencísimo Emilio Estévez (no se me podría ocurrir algo más punk que él al frente de un film como el que nos ocupa) en uno de esos artefactos imposibles que de poco sirve que cualquiera te intente describir.

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