Sesión doble: La gran guerra (1959) / Una vida difícil (1961)

La ‹Commedia all’italiana› llega a nuestra sesión doble con dos cineastas ineludibles entre los que encontramos a Mario Monicelli, que a finales de los 50 dirigía La gran guerra junto a Alberto Sordi y Vittorio Gassman, que a la postre ganaría el León de Oro, y a un Dino Risi que también tuvo a sus órdenes a Sordi en Una vida difícil, que llegaría solo dos años del film de su coetáneo.

 

La gran guerra (Mario Monicelli)

Uno de los más incorruptibles axiomas de la llamada ‹Commedia all’italiana› es el tono tragicómico de los títulos suscritos a este subgénero. Con la frescura del neorrealismo, remando en paralelo (pero también con una apariencia que recurre a la ligereza) esta etiqueta se enfrentó a la realidad de la posguerra describiendo una Italia socialmente golpeada y, por eso, con el esperanzador horizonte de una reconstrucción. La gran guerra se desmarcó quizás de sus coetáneas porque abandona el confort de la modernidad y nos remonta a la acción de la Primera Guerra Mundial. Con ella, Mario Monicelli no solo compuso una epopeya antibelicista digna de decoro y de medallas (merecedora del León de Oro en el Festival de Venecia y la nominación al Óscar a la Mejor película de habla no inglesa), sino que además puso a sus personajes en el ojo del huracán, en el epicentro narrativo, exaltando sus particularidades, sus tiernos vicios e imperfecciones, y alzando su humanidad más palpable y admirable.

«He dejado a mi madre para venir a ser soldado». Este verso inicial ofrece la abertura del relato y hace manifiesto el sacrificio humano que reclama una guerra, y que veremos plasmado en la película donde acompañamos al romano Oreste Jacobacci (Alberto Sordi) y al milanés Giovanni Busacca (Vittorio Gassman) en una historia de desastres que nos traslada a las escaramuzas en el río Piave, en 1916. En medio de la calamidad, pese a todo, florece la amistad entre estos dos, y también entre el resto de colegas de la compañía. Entre batalla y batalla, juntan fuerzas para reafirmar la química y calentarse con la solidaridad entre tanta muerte. La relación fraternal de los protagonistas deja lugar para reflexionar sobre la mirada naif de quien aún no ha visto el horror. Así rufianes, bribones y gamberros (pero sobre todo supervivientes y víctimas) se enfrentan al infierno desde la inocencia, como niños jugando a ser soldados. El problema es que por muy afables que sean los ojos que la miran, la contienda continúa siendo la máxima expresión de la devastación.

La gran guerra es también una película de intervalos. Nos muestra la vida en las trincheras, la misericordia luminosa de los seres que las habitan, los tiempos de espera, las bromas, los llantos y, cómo no, el dolor de quien extraña una vida que ha dejado atrás y que, aunque vuelva, ya nunca volverá a ser como antes. Con maestría y fidelidad, Monicelli filma la barbarie con una técnica aplastante: ‹travellings› portentosos y secuencias de asaltos genuinas que se acompañan de la épica de la música de Nino Rota. También deja diálogos que no se olvidan y escenas memorables, como la de la gallina; o pasajes donde sucede la magia y la ternura, como las del intento frustrado del romance con Constantina (Silvana Mangano). El director bebe y brinda con el dolor de los camaradas y se sirve de sus recurrencias para homenajear la bravura obligada de los que perecieron en contra de su voluntad. Cínico y asqueado escupe sobre los que perpetran la destrucción desde despachos y las tiendas de campaña, alejados de los campos donde yacen los cadáveres y el sufrimiento de los que se matan sin saber exactamente por qué. Los dos personajes principales acaban alcanzado sin querer una especie de expiación, de justicia, demostrando que la bondad supera a la habilidad y la experiencia en la carrera al heroísmo. La gran guerra abraza moralmente a los que cayeron en el lodo, lejos de su casa, pese a que quisieron continuar caminando. Como exclama Jacovacci: «La patria necesita obreros, no muertos».

Escrito por Agus Izquierdo

 

Una vida difícil (Dino Risi)

Una vida difícil recorre aproximadamente 16 convulsos años de la historia de Italia, desde los compases finales de la Segunda Guerra Mundial hasta inicios de la década de los 60. La perspectiva que nos acompaña en este recorrido es la de Silvio Magnozzi, partisano antifascista y reportero de guerra que, tras la deposición de Mussolini, descubre lo poco que ha cambiado realmente la sociedad italiana cuando trata de prosperar como periodista manteniendo sus valores íntegros. Entre tanto, su relación fugaz con una mujer que le salvó la vida en el conflicto fructifica, pero las dificultades para encontrar buen asiento económico y las presiones de su familia conservadora terminan por mellar su convivencia.

Alberto Sordi encarna a Silvio en una interpretación antológica, que sin desmerecer la réplica maravillosa y desencantada de Lea Massari como su amante y futura esposa Elena, se carga a las espaldas toda la fuerza ideológica y emocional de una película que está planteada como una comedia, pero que contiene tales dosis de patetismo y desolación que la sonrisa se va borrando de la cara a medida que avanza la cinta. La odisea personal del protagonista por mantener sus principios en un entorno que le expulsa y castiga por ello se acrecienta porque, a pesar de su entereza moral, es en realidad un hombre débil, patético y poco elocuente; alguien que no está destinado a liderar y confrontar, y a quien la vida se encarga de bajarle al fango una y otra vez.

Por otro lado, la pulsión política del filme es muy contundente. Realizada a poco más de una década del fin de la Segunda Guerra Mundial y del fascismo en Italia, Una vida difícil no es sin embargo benevolente con el presente que se asoma en el país tras estos eventos. Depuesto el régimen de Mussolini y derrotado su movimiento, los vientos de cambio que asoman pronto muestran deficiencias estructurales que se traducen en una reedición de los viejos privilegios de clase, de la censura ideológica y del rechazo a la memoria histórica de la lucha antifascista. Dino Risi pinta una realidad incierta fruto de una transición democrática incompleta, en la que, en el fondo, personas como Silvio siguen operando al margen, mientras que la aristocracia connivente con el autoritarismo continúa gozando de impunidad y privilegio y la mentalidad burguesa y conformista se apodera de los ciudadanos.

Una fuerte inclinación política, que muestra un discurso reivindicativo y poco acomodaticio, representada en un personaje apocado e incapaz de sobreponerse a su alrededor. Esta aparente contradicción de términos convierte a Una vida difícil en una ironía punzante, una película que funciona, precisamente, porque mete el dedo en la llaga de las injusticias estructurales de la sociedad italiana de la época sin proporcionar el refugio de un punto de vista que resulte confortable compartir. Silvio es un personaje con defectos muy patentes, pero sobre todo es un personaje “feo”, antiheroico, más cerca de ser observado con lástima que como un referente. Y la cinta hace esto de manera consciente. Es posible que el final, en este sentido, sea una concesión un poco anticlimática a la idealización de la que parece querer rehuir; pero incluso en ese caso ésta es mínima y es solamente un ligero momento de dignidad para adornar una vida destinada a la derrota y el fracaso.

Una vida difícil es, pues, una comedia con poso trágico, profundamente pesimista, pero no por ello menos enérgica para señalar, retratar y denunciar los males enquistados de su sociedad contemporánea. Su naturaleza puede parecer contradictoria, y es un mérito tremendo de esta cinta no solamente no serlo, sino además comunicarla con la elocuencia y la gravedad emocional que demuestra y que la hacen una de las obras más memorables de la sátira política y un clásico ineludible del cine italiano.

Escrito por Javier Abarca

 

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