Rodeo (Lola Quivoron)

Diseccionando la dominación masculina

Rodeo, ópera prima de Lola Quivoron, se presenta ante los ojos del espectador como un ejercicio refutativo de la masculinidad que se construye sobre el constante cuestionamiento de unos roles de género arcaicos que oprimen a las personas a fuerza de imponerles unos determinados comportamientos según, valga la redundancia, su género. Pierre Bourdieu escribió respecto a esto en La dominación masculina que «la violencia de algunas reacciones emocionales contra la entrada de las mujeres en tal o cual profesión se entiende si sabemos que las propias posiciones sociales están sexuadas, y son sexuantes, y que, al defender sus puestos contra la feminización, lo que los hombres pretenden proteger es su idea más profunda de sí mismos en cuanto que hombres, sobre todo en el caso de categorías sociales como los trabajadores manuales o de profesiones como militares que deben una gran parte, por no decir la totalidad, de su valor, incluso ante sus propios ojos, a su imagen de virilidad […] Así pues, la oposición entre lo grande y lo pequeño, que, como han demostrado muchas pruebas, es uno de los principios fundamentales de la experiencia que los agentes tienen de su cuerpo y de toda la utilización práctica que hacen de él, y sobre todo del lugar que le conceden (la representación común que concede al hombre la posición dominante, la del protector que rodea, vigila, mira por encima del hombro, etc.), se especifica de acuerdo con los sexos, que son imaginados a través de la oposición. […] los hombres tienden a sentirse insatisfechos con las partes de su cuerpo que consideran demasiado pequeñas».

Los vehículos —entre otras muchas cosas— funcionan como catalizadores de dicha virilidad y, por tanto, en un grupo de hombres, quien tiene el más grande y rápido, quien lo conduce con mayor imprudencia y despreocupación, termina siendo el más machote. Lola Quivoron es consciente de ello y, por eso, configura su primer largometraje alrededor de una protagonista, Julia, (Julie Ledru) de clase trabajadora y obsesionada con las motos que, tras huir de la casa de su madre movida por la necesidad de libertad, se une a un grupo de moteros que hacen carreras ilegales en autopistas perdidas, que se juegan la integridad física haciendo malabarismos desquiciados sin ningún tipo de protección y que roban y trafican con todos los vehículos que se encuentran. Por tanto, si, como dice Bourdieu, «la virilidad es un concepto eminentemente relacional, construido ante y para los restantes hombres y contra la feminidad, en una especie de miedo de lo femenino, y en primer lugar en sí mismo», la idea de la directora consiste en, precisamente, introducir a la protagonista en ese círculo cerrado de falsa valentía y testosterona rancia no tanto para dejar en evidencia los comportamientos machistas que el resto de moteros tienen con ella, sino para cuestionar la raíz misma de sus relaciones, de sus juegos absurdos, de sus miradas agrietadas de violencia y, en fin, de sus propias identidades.

Lola Quivoron acierta así a componer una radiografía profundamente clarividente del heteropatriarcado en general y de la masculinidad en particular; al mismo tiempo que deja en evidencia, a través de sutiles, pero precisas pinceladas, las formas a través de las cuales se perpetúan las estructuras mentales que hacen posible que aún perviva la dominación masculina que da nombre al libro del sociólogo francés. Pero, pese a su soberbio planteamiento ético, pese a la solidez y el acierto de su discurso, la cinta dista bastante de ser perfecta, puesto que su directora toma una serie de decisiones más que cuestionables —como salpicar toda la narración con escenas oníricas que terminan encerrándose a sí mismas en el callejón del cliché—, que en un principio no parecen tener la fuerza suficiente como para hundir la propuesta, pero que, sin embargo, terminan haciendo que la historia se desvíe hacia un desenlace chapucero y facilón que no deja sino un regusto amargo en la mirada del espectador. Amargo, por incoherente, por gastado y por ininteligible. La puesta en escena que propone la realizadora se sostiene sobre el nervio de un andamiaje realista que convierte la cámara en mano y los movimientos bruscos en las herramientas fundamentales con las que transmitir tanto la opresión como la libertad que sienten los personajes. Para el final, queda la gran interpretación de Julie Ledru, que se echa la cinta a las espaldas y la hace volar con su mirada y sus silencios, y la precisión de un discurso crítico, afilado y lacerante, narrado con bastante solvencia visual.

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