El de Robert Guédiguian es uno de esos nombres en revolución constante, dando forma a un periplo que, con sus más y sus menos, se antoja consecuente; y bordea, a través de un humanismo palpable, ese cine social en el que, si bien lo discursivo no queda atenuado, da paso a aspectos mucho más interesantes desde los que retratar no sólo la lucha social, asimismo una realidad constreñida por ese sistema del que tan alejado se muestra el cineasta francés.
Y constataba la “revolución constante” del autor de films como Las nieves del Kilimanjaro o La ciudad está tranquila porque, aunque sea un habitual en nuestras salas, no genera las expectativas que otros coetáneos suyos. Una tesitura con toda probabilidad un tanto injusta si tenemos en cuenta una trayectoria que, con sus más y sus menos, queda definida por un cine combativo, pero igualmente cercano y solidario, reuniendo piezas que, sin lugar a dudas, deben ser tenidas en cuenta aunque haga ya unos años que los grandes festivales se han olvidado de su figura.
En De todo corazón, quedan expuestas de nuevo algunas de las virtudes de la obra de Guédiguian, que a finales del siglo pasado realizaba una adaptación personal de la novela If Beale Street Could Talk, que Barry Jenkins volvería a adaptar 20 años más tarde en su El blues de Beale Street. El ‹corpus› del texto de James Baldwin es trasladado, como no podría ser de otro modo, a la omnipresente Marsella del cineasta, engarzando algunas temáticas comunes del autor como esa mirada en torno a la clase obrera —que transita desde sus escenarios, haciendo de hogares humildes uno de sus bastiones—, sus preocupaciones, inquietudes, e incluso su oposición ante un sistema que no tiene en cuenta a los individuos que lo componen. Algo que incluso pone en boca de Bebé, uno de sus personajes, cuando se declare a la protagonista, Clim, alegando que «no traga con el sistema».
El francés compone una obra cuya narrativa se desplaza entre ‹flashbacks› en los que vamos conociendo la historia de amor de Clim y Bebé antes de que este sea encarcelado y acusado de violación. Acompañados por una voz en ‹off›, la de la propia protagonista, que relata sus pensamientos y sentimientos con claridad, al mismo tiempo que sirve como anclaje desde el que dar forma a la crónica expuesta.
Se crea así un sugerente vaivén en De todo corazón que suscita la apertura a esos microcosmos que Guédiguian compone con tanto mimo, y del que sus personajes, incluso aquellos que demuestran ser más cínicos o mezquinos, terminan formando parte, otorgando cierta serenidad a sus obras. Es obvio que este efecto no se produce porque se rehúya el conflicto, aunque el realizador sea lo suficientemente hábil como para evitar estridencias: el suyo es un cine que fluye con normalidad, y al que le concierne más lo humano que lo argumental —sin que ello signifique que sacrifica o descuida la credibilidad de sus historias—. Siempre hay lugar para encontronazos que son lógicos porque sus personajes están repletos de contrariedades, se sitúan (de modo oportuno) en esa gama intermedia que existe entre el blanco y el negro, y dan pie a un debate (tanto interno como externo) estimulante. En ese sentido, no evita el cineasta dar ciertas estocadas, como a esa madre creyente y puritana que predica a la par que reniega de su hijo, a la que su marido Franck —un inspiradísimo Gérard Meylan— no duda en señalar ante sus palabras.
Pero donde pervive realmente el film es en esos pequeños gestos cotidianos que son retratados con calidez y honestidad. Como cuando su madre —en esta ocasión, una Ariane Ascaride que junto a otro habitual como Darroussin quedan desplazados del centro de la acción, aunque Guédiguian les reserve alguna de las mejores escenas— abraza a Clim ante el llanto de esta debido a la desesperación que provoca una coyuntura fuera de lo común; o ese instante en el que Jöel, el padre, comparta uno de los momentos más íntimos del film junto a Franck.
El autor de la recién estrenada Mi querida ladrona hace transitar todos esos sentimientos y relaciones mediante una puesta en escena sencilla pero efectiva; que no renuncia a consolidar apuntes de lo más interesantes, y se despliega desde el plano, obrando con solidez y haciendo de una presunta austeridad formal una de sus grandes fortalezas.
Recientemente —aunque tenga ya sus (bastantes) años—, en un video que corre por redes sociales, emergía la figura de Billy Wilder hablando acerca de la economía del medio, y de la lógica que tiene colocar la cámara en un lugar u otro, sin recargar el cuadro o montaje. Algo que Guédiguian comprende a la perfección, ofreciendo los alicientes necesarios al espectador para que haya una implicación y todo cobre un sentido. Un aspecto que también maneja en el plano de la escritura; imperfecta, caprichosa en ocasiones, pero llegando con transparencia a donde el galo precisa. Como en una secuencia tan a priori insustancial como a la postre definitoria; esa en la que su casero le dice a Clim, justo cuando esta quiere devolverle las llaves porque no puede hacerse cargo del alquiler, que ya pagará en cuanto su novio salga de la cárcel. Una acotación extraña, un tanto arbitraria, pero que no deja de apuntar en una dirección de lo más significativa. Ante su escepticismo en el sistema, Guédiguian lo tiene claro: él cree en las personas.

Larga vida a la nueva carne.