Retrato de un cierto oriente (Marcelo Gomes)

Marcelo Gomes, cineasta brasileño reconocido por su sensibilidad hacia las historias de desarraigo y memoria, se enfrenta en Retrato de un cierto Oriente al desafío de trasladar al cine la novela homónima de Milton Hatoum, escritor brasileño nacido en una familia de origen libanés, su padre, y del Amazonas, su madre, a su vez de padres libaneses. Datos relevantes por su cercanía con lo que se muestra en su obra. De ella surge una película visualmente imponente, narrada en un sobrio blanco y negro, que se sitúa entre la reconstrucción histórica y el ejercicio de memoria estética destacando en los detalles y disfrutando de la calidad que ofrecen los avances en tecnología y definición. ¿Con qué objetivo? Diría que exponer cómo la migración libanesa hacia Brasil a mediados del siglo XX supuso un encuentro cultural poco explorado, que incluye pasiones prohibidas, tensiones culturales y heridas familiares, pero también descubrimientos imprevisiblemente positivos y felices. La pregunta que queda en el aire es si esa búsqueda estética se convierte en una aliada de la historia o si, por momentos, la distancia de la imagen reduce la potencia emocional del relato.

Desde sus primeras escenas, Retrato de un cierto Oriente se posiciona como una obra audiovisual de pleno derecho, con un lenguaje propio que por poco casi evita el relato que forma parte del título del libro (Relato de un cierto Oriente), dando todavía más sentido al título cambiado por unas pocas letras. Gomes trata no solo de narrar la historia del triángulo “amoroso” protagonista, sino que convierte cada escena en momentos separados como si fuesen fotografías de un mundo pasado pero actual en su rareza visual, aséptica en su belleza. Cambiar “relato” por “retrato”, claro está, deja claro que la experiencia audiovisual se construye a través de imágenes casi pictóricas, donde cada encuadre parece pensado para ser preservado en la memoria del espectador. Pierre de Kerchove, director de fotografía, aporta una mirada que transforma paisajes y rostros en estampas bañadas por claroscuros, beneficiándose de lo que ofrece siempre el blanco y negro. El viaje de los migrantes en barco, el paso por la selva amazónica, ambos escenarios son filmados con un lirismo que los convierte casi en un personaje más, que envuelve y oprime a los protagonistas, reflejando sus contradicciones internas desde su habitación hasta el exterior.

Ese preciosismo que rodea toda la película podría llevarte a pensar que su director solo pone el foco ahí, pero en ella hay un mundo repleto de vidas tristes que abandonan un lugar en momentos terribles de la Historia, a los que la película suma los de sus propias vidas. Hay planos que uno quisiera capturar y compartir, cuadros en movimiento, con el riesgo de perderse en lo sensorial y no hacer tanto caso a las personas, algo menos expresivas que las imágenes. La historia de Emilie (personificada por la actriz Wafa’a Celine Halawi) y Emir (Zakaria Kaakour), marcada por un amor fraternal que roza lo incestuoso, y por la irrupción del deseo hacia Omar (Charbel Kamel), debería transmitir incomodidad, violencia y contradicción. En mi caso, la cámara, demasiado atenta a la composición, ha podido suavizar la aspereza de ese vínculo tóxico, aunque los momentos de tensión tienen la capacidad de despertar el interés de nuevo. Como un paralelismo del lenguaje visual, en la narración la belleza también se esconde en las sombras, brillando a veces desenfocada.

¿Es una película de ensayo, o es una película simplemente inusual? ¿Importa? La realidad es que existe conflicto, mucho, cada escaso diálogo parece esconder algo mayor —la guerra, la intolerancia religiosa, el exilio, los celos, el choque cultural—, lo que la dota de una claridad conceptual pero también de cierta frialdad. Se diría que Gomes construye un ensayo fílmico sobre la memoria migrante antes que un melodrama pasional. Esto no necesariamente es un defecto, al huir de la sensiblería, pero puede distanciar al que busque empatizar con alguno de los protagonistas. Del mismo modo, confirmando que toda crítica puede ser un halago al mismo tiempo, la ambigüedad psicológica de Emir, como un personaje arrinconado sin embargo siempre presente, es parte esencial de la película, la más intrigante, la más peculiar. Su retrato es complejo: un hombre celoso, autoritario, marcado por prejuicios religiosos y políticos, pero también enigmático en sus deseos. ¿Quiere a su hermana con un amor filial mal canalizado o con un deseo incestuoso? ¿O sus actitudes delatan una represión más amplia, incluso homosexual, que nunca se explicita del todo? Esa incertidumbre lo convierte en un personaje fascinante y perturbador, que mantiene al espectador oscilando entre el rechazo y la necesidad de comprenderlo.

En contraposición, Emilie se convierte en la voz de la adaptación y la esperanza. Su aprendizaje del portugués durante la travesía y su amor por Omar la colocan como símbolo de apertura frente a la cerrazón de Emir. Gomes filma su evolución como si fuera un álbum de fotografías de iniciación: cada gesto, cada mirada, cada contacto es un instante capturado de un proceso vital mayor. De ahí que cuando me preguntaron “¿qué tal la película que has visto?”, solo pude responder “no vi ninguna, la soñé”. Más cercana a una evocación poética que a una narración lineal, donde la memoria de los sueños no tiene colores vivos, sino sombras y contrastes.

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