¿Qué vemos cuando miramos al cielo? (Alexandre Koberidze)

Extractos de vida

En ocasiones, algunas películas se liberan de ciertos complejos o temores y abrazan inesperadamente todo tipo de recursos y formas cinematográficas sin que eso suponga tener que llegar a un punto u objetivo concreto. Entienden el cine, pues, como una tarea de eterna contemplación y reflexión alrededor de un todo muchas veces inextricable. Una de las películas recientes más cercanas a esta idea fue la metamórfica e inabarcable El gran movimiento, de Kiro Russo. Su propuesta es, en su totalidad, completamente distinta a la que plantea Alexandre Koberidze en su segundo largometraje, ¿Qué vemos cuando miramos al cielo?. Sin embargo, las dos cintas parten de una concepción similar de lo que supone la representación fílmica de una cotidianidad en constante variación, porque tanto Russo como Koberidze capturan parte de la esencia de una realidad que consideran inclasificable a través de una imagen flexible y desacomplejada.

El filme del cineasta georgiano parte de una premisa particularmente fantástica: tras varios encuentros fortuitos y breves, Giorgi y Lisa deciden quedar en una cafetería, pero debido a una extraña maldición que les cambiará el rostro y, además, les arrebatará sus mayores talentos, los dos jóvenes serán incapaces de reconocerse el uno al otro y se verán obligados a buscar nuevos oficios. De esta manera, casualmente, empezarán a trabajar juntos en esa misma cafetería.

Koberidze dispara su filme hacia múltiples direcciones, apuntando a todo tipo de personas, lugares o situaciones que se abordan desde una madurez, sabiduría y diversidad sorprendentes. Transgrede con todo tipo de recursos cinematográficos sin perder una forma mágicamente homogénea. En su aproximación irónica y algo insolente a espacios y situaciones aparentemente simples, extrae voluntariamente un lirismo tan bello como incluso banal.

Así pues, el pequeño pueblo de Kutaisi, lugar donde ocurre la acción, se convierte en un mundo abierto a la imprevisibilidad y el espectador es invitado a perderse a través de los juegos formales planteados por Koberidze, en muchas ocasiones, disgregaciones maravillosas que no consisten en otra cosa que la mera observación de escenarios por los que deambulan y conviven todo tipo de figuras: niños jugando enérgicamente a fútbol —en la película, un medio de cohesión social—, perros sentados sin hacer nada —a los que Koberidze da voz y pensamientos—, viejos gastando bromas absurdas, padres esperando a sus hijas a la salida de escuelas de música, parejas paseando a las que solo les vemos los pies o las manos… Desviaciones que, en el fondo, nunca conducen a conclusiones reveladoras y en ningún momento aspiran a serlo, de igual manera que tampoco pretenden ser retratos fieles de una realidad concreta.

Son extractos de vida. Pedazos de un conjunto cinematográfico derivados de la mirada de un cineasta absolutamente emancipado (y emancipador). Una mirada dirigida a una miscelánea enmarañada, reimaginada al antojo de un Koberidze que, de momento, quizá no aspira a formular sentencias conclusivas, pero le basta con plantear una sencilla pregunta, «¿qué vemos cuando miramos al cielo?», para trasladarnos a un universo fílmico arrollador y totalmente propio.

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