Un joven estudiante, Yahia (Nader Abd Alhay), y un vendedor de falafel, Osama (Majd Eid), fraguan una amistad inesperada y un negocio de venta ilegal de tranquilizantes, que les enfrentará a un policía corrupto (Ramzi Maqdisi). La premisa inicial de Once Upon a Time in Gaza parece anticipar un thriller clásico, con toques de comedia, de esos en los que cualquier espectador avezado es capaz de anticipar los ‹beats› del guion antes de que lleguen. Y es precisamente en relación a estas expectativas como se articula la propuesta de la película, que va construyendo y deconstruyendo el cine de género a lo largo de todo su metraje. No es casualidad que su estreno en España haya sido en la sección Generación Mutante del FICX, que propone largometrajes donde «los géneros cinematográficos entran en un proceso de transformación radical». Once Upon a Time in Gaza nos pregunta: ¿Es posible hacer cine de género desde Palestina? ¿Qué tramas y qué narrativas caben en un territorio ocupado?

Este es el segundo largometraje de los hermanos Tarzan y Arab Nasser, y es en muchos sentidos una continuación del proyecto cinematográfico que inauguran con Gaza mon amour (2020). Ya desde los títulos de crédito, las obras de los Nasser se plantean como un diálogo directo con los códigos del cine occidental, que exploran, usan y resignifican. Si su opera prima era una comedia romántica ‹sui generis›, en Once Upon a Time in Gaza plantean una trama de corte policiaco en la Gaza de 2007, en plena escalada de tensión política y social. Durante la primera mitad de la película, los eventos narrativos, incluso los diálogos, son los que cabría esperar del género, pero entran en directa contradicción con el ritmo: planos largos, sostenidos, y secuencias enteras dedicadas a los gestos de la cotidianidad. Los personajes habitan el espacio y el tiempo de la espera, la quietud forzada de aquel al que no se le permite moverse.
En gran medida, lo que parece rodear y restringir a los personajes son las imágenes. Hay una presencia constante de los medios de comunicación, desde periódicos a televisores encendidos, a través de los cuales recibimos las últimas noticias de lo que acabará desembocando en la batalla de Gaza. Esto no solo sirve para situar al espectador en contexto, sino que presenta esta realidad como omnipresente e insistente: incluso cuando los personajes no le prestan atención, es el único marco en el que pueden moverse. Y estas imágenes operan también a nivel meta-cinematográfico: la imagen de archivo irrumpe e interrumpe en la imagen construida de la ficción, y nos recuerda que dicha ficción no puede escapar de sus condiciones materiales de posibilidad.

La compleja relación entre ficción y realidad se acentúa todavía más en la segunda mitad del largometraje. Después de que las consecuencias de los negocios ilegales de los protagonistas les alcancen, Yahia acabará reconvirtiéndose en actor y protagonizando “la primera película de acción rodada en Gaza”. Así, acompañamos a Yahia en un rodaje en el que las armas de fuego son reales, porque son las únicas que tienen, y los actores que interpretan a soldados israelís se niegan a mancillar la bandera palestina. Realidad y ficción se confunden una y otra vez en un juego cómico que también tematiza explícitamente y expande las preguntas que suscitaba la primera parte: ¿cómo hacer cine, y qué cine hacer, bajo una ocupación? ¿Sirven las imágenes para resistir? ¿Qué imágenes, entonces, y a quién pertenecen?
Los hermanos Nasser no buscan dar una respuesta definitiva a todas estas preguntas, de la misma manera que no aspiran a atar con un lazo meticuloso todos los hilos narrativos. Once Upon a Time in Gaza no es una película de tesis sino una exploración, que nos invita a dialogar de manera activa con ella para pensar el lugar del cine y sus formas frente a un genocidio. La cartela final de la película invoca este espíritu abierto, a la vez que hace una promesa desde la esperanza: «it will end».







