Mario Martone… a examen

Aunque no es habitual encontrar acercamientos femeninos en la obra de Mario Martone, sobre todo bordeada por personajes históricos, contextos muy concretos o adaptaciones de obras literarias (como en el caso de la recién estrenada La vida fuera), aquello que más interesa al cineasta italiano es la idea de poder captar con su trazo el periplo de esas almas, como él mismo las describe, “irregulares”. De este modo, nos encontramos ante un autor atraído por las derivas humanas, por las circunstancias, pero también por las contradicciones, por aquello que nos define como seres duales. No cobra, en ese aspecto, tanta relevancia el género como el propio reflejo de una naturaleza que nos es esquiva, que revela desigualdades ante las que aprehender el proceso vital como algo más que una suma de decisiones; también como la forma de revelar una esencia donde esas variaciones no son sino parte del mismo.

El hecho, pues, de que en La vida fuera su protagonista, la escritora Goliarda Sapienza, reconozca sentirse más liberada entre las paredes de la cárcel de Rebibbia, compartiendo espacio con esas internas, mientras resultan sus incursiones ya en el exterior aquello que parece generar una cierta opresión, encuentra su eco en El amor molesto, segundo largometraje del transalpino y adaptación de la novela homónima escrita por Elena Ferrante, donde son los pequeños contornos de la realidad lo que aprisiona y contiene por momentos a su protagonista —algo que el cineasta refuerza a través de planos donde su figura se ve atrapada por barrotes o ventanas con rejas; y que cobra mayor sentido cuando, en una suerte de ensoñación, le reconoce a su madre que cuando se sentía molesta se sentaba en la oscuridad del ascensor hasta que se le pasaba—.

La cinta sigue a Celia, una mujer de mediana edad que deberá confrontar la misteriosa muerte de su madre. Las memorias, que brotan ya desde un conciso prólogo y que Martone irá intercalando en situaciones muy concretas, serán el modo de conectar la escurridiza y volátil investigación iniciada por Celia con un pasado quebradizo pero revelador. La presencia de distintos ‹flashbacks›, que cobran un aspecto casi ilusorio mediante ese tono sepia gracias a la labor fotográfica de Luca Bigazzi —un habitual de cineastas como Sorrentino o Virzì—, delimita una narrativa discontinua que encuentra sin embargo motivos en las transiciones de un relato voluble, cercado por personajes que apelan a ese ayer y que sirven a Celia para ir trenzando un camino firme pero inconstante.

Mientras el universo femenino sirve a la protagonista como apoyo, como resquicio gracias a una sororidad que sustenta su camino, la mirada masculina ejerce un efecto contrario enlazando así presente y pasado. Durante un viaje en bus —que el cineasta conectará con una escena ciertamente significativa—, los ‹travellings› resiguen rostros que observan, miradas que se posan incómodamente en el lugar menos oportuno y, en síntesis, una omnipresencia que resalta esa vulnerabilidad femenina. Más adelante, los gritos en la calle, que evocan la figura materna, descubren la presencia de algo cercano al trauma, de un recuerdo que ha marcado las huellas de un ahora no siempre apacible.

La aspereza del mundo que recorre Celia no surge, pues, solo de aquello que amenaza o cohíbe su presente, sino que está en cierta manera instaurado en la memoria, en los retales que van brotando y reconstruyendo una crónica cuya relevancia se asienta en cada paso. En ello, hay una necesidad de revelarse —ese vestido escotado, atrevido, de un rojo intenso, que de algún modo desafía y subvierte aquello que hostiga al personaje principal—, pero en especial de encontrar una concomitancia, una relación con esa historia que revivimos, y a la que Celia hace frente mientras busca respuestas (que nunca hallará) sobre el incidente que sirve como motor de la historia. Porque las respuestas están en realidad en el dibujo, crudo pero alentador, que el cineasta traza alrededor de su silueta volviendo sobre cada fragmento, por inconcluso o breve que pueda parecer; las respuestas están, ante todo, en la aceptación, a través de una bellísima secuencia de cierre, de aquella naturaleza dual y caprichosa, pero ineludible, que Martone logra cincelar y plasmar como pocos.

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