Infancia perdida desde la poesía cinematográfica
Hace apenas tres días, cuando comentaba la última potente película de Marc Recha, hacía un especial hincapié en esa acusada preocupación por la ausencia, el paso del tiempo, la incomunicación y la pérdida de la inocencia del director catalán. Su filmografía está atravesada por esas coordenadas sentimentales constantes, que tan cruciales resultan para el común de los mortales cuando se instalan en nuestras frágiles existencias. Es precisamente esa fragilidad, un dolor inmenso, soterrado, apenas verbalizado, irresoluble, la que jalona de un modo implacable la atmósfera de la película de Recha que hoy deseamos recuperar, Petit indi.
Para comenzar parece que el cineasta juega con otros registros —esas aventuras de indios y vaqueros a los que no puede jugar ya un chaval solitario de extrarradio—. Nos introduce Recha su historia con unos primorosos dibujos animados bicolores sobre los que se despliegan los títulos de crédito al compás de una banda sonora original de alma “jazzera” a cargo de Pau Recha. Esos primeros compases ilusionantes, desenfadados, que remiten al mundo infantil de la imaginación y los sueños, se desvanecerán drásticamente en cuanto conozcamos al gran protagonista de Recha. El primer plano del film nos presenta al jilguero cantor, que tanta relevancia tendrá en el devenir de los acontecimientos, y al chiquillo Arnau (Marc Soto), a través de sus profundos ojos negros, desde detrás de los pequeños barrotes de la jaula del animal. Así sabremos que el chaval se dedica con ilusión a preparar pájaros para presentarlos a concursos de canto. Vive con su hermana Sole (Eulalia Ramón) una existencia material exigua —cuántas veces dirige Recha su cámara hacia las agujereadas zapatillas del niño— en una casa semiruinosa de la que pueden ser desalojados en cualquier momento en el barrio periférico de Vallbona en Barcelona. Su hermano Sergi (Eduardo Noriega) va y viene sin rumbo y sin dedicación, y su tío Ramón (Sergi López) es una suerte de buscavidas profesional en el particular sector de las carreras de galgos —muy destacable es el tramo del film que recrea en tono semidocumental el ambiente infesto y bullicioso del barcelonés canódromo de Meridiana que ya no existe, como también la detallista filmación del particular funcionamiento de las competiciones de canto—.
Pero además falta alguien fundamental en la vida de Arnau y de cualquier niño en la frontera de la adolescencia. Su madre está en la cárcel a la espera de juicio, y parece imposible que nada ni nadie la pueda salvar de la condena. Será en la primera de varias infructuosas visitas al centro penitenciario, cuando Recha replique por segunda vez esa estampa triste y premonitoria del semblante de Arnau atravesado por las rejillas de la ventana de la sala de visitas. Y poco después cerrará la lente de su objetivo sobre dos pequeños contrincantes abatidos por la frustración, las figuritas del futbolín de un bar del barrio, en un hermosísimo plano detalle que apuntala el sentimiento trágico del film.
Es así como el director va cimentado esta exquisita fábula existencial sobre la niñez arrebatada, que tantos insignes precedentes cinematográficos atesora. La desnudez sencilla del gesto, la belleza de la mirada insoslayable, la fuerza de la imagen prístina y delicada, y tantos silencios polisémicos y poliédricos, transmiten una multiplicidad de significaciones, un sinfín de emociones, que nos remiten a una riqueza íntima infinitesimal. Una vez más Recha hace alarde de su filosofía fílmica sugerente, sutil y mínima, por medio de la que da forma en la pantalla a la vida de Arnau a través del detalle, del símbolo y, sobre todo, del silencio. Porque si en el mundo del muchacho se observa una asfixiante incomunicación, será en la quietud de sus cotidianos paseos solitarios, en sus estériles intentos de conseguir más trabajo o más dinero, donde se revelen sus angustias e incertidumbres. Y aun habrá otra cuestión determinante adicional, un buen día se encontrará a un cachorro de zorro moribundo y lo acogerá para salvarlo en el único lugar del que dispone, en la destartalada caseta donde guarda a sus pájaros paseriformes.
Y al final, el nihilismo trágico pero pausado que recorre el film, explosionará en una resolución dramática, tremendamente injusta, en la que el cineasta utiliza las lógicas inapelables de las leyes naturales de la supervivencia para lanzar un duro alegato social contra la marginalidad, la pobreza y las miserias en el mundo occidental contemporáneo, arrastrándonos por el camino hasta la lastimosa realidad de una Barcelona imposible de encontrar en las guías turísticas.

«El Cine es más hermoso que la vida.»