Los amores de Anaïs (Charline Bourgeois-Tacquet)

Sesenta años después de que Antoine Doinel (Jean-Pierre Léaud) corriera por las calles de Paris en Les Quatre Cents Coups (François Truffaut, 1959), Anaïs (Anaïs Demoustier) hace lo mismo en Les amours d’Anaïs (Charline Bourgeois-Tacquet, 2021). Llega tarde a todas partes, sube las escaleras de su casa a toda prisa. Es una mujer de treinta años cuyo novio, al que no sabe si quiere, la ha dejado sola en una casa demasiado grande que no puede pagar. La cámara en mano la sigue por las calles de la ciudad atendiendo sus múltiples compromisos, que no puede cumplir: ni en lo laboral, ni en lo personal ni en lo social. En una fiesta conoce a un editor literario mucho mayor que ella, Daniel (Denis Podalydès), un hombre con el que mantiene una aventura breve. Es a través de él que sabe de la existencia de su pareja, la escritora Émilie (Valeria Bruni Tedeschi), una mujer madura con una trayectoria de prestigio, que se ausenta de su casa a menudo para escribir en su retiro en el campo. Huele y prueba sus productos de belleza, se ve reflejada en su espejo, mira sus videos en Internet. La fascinación que le despierta y un encuentro fortuito provocan en ella un interés inusitado por conocerla.

Émilie representa todo lo que no es Anaïs. Mientras Anaïs quiere tenerlo todo en la vida sin concretar nada, la escritora ha encontrado su espacio para crecer profesionalmente y realizarse como persona. Todo con aparente seguridad de lo que desea, escogiendo lo que quiere y lo que no, sacrificando ciertas facetas de su vida para lograr sus objetivos. Anaïs no es capaz de mantener una relación a largo plazo, acabar su tesis o apenas conservar su apartamento o un trabajo. La joven se encuentra en permanente transición y esos instantes son los que centran la atención de la directora, tal como le ocurre a Mia Hansen-Løve en filmes como Bergman Island (2021) en el aspecto físico y visual de movimiento de los actores, en la composición de sus planos, andando, corriendo, desplazándose en bicicleta. Un montaje de ritmo vertiginoso por momentos, que podría recordar al estilo de Lady Bird (Greta Gerwig, 2017)con constantes elipsis, que da un sentido del paso del tiempo galopante e imparable—, apela al ‹joie de vivre› de una protagonista que vive al día sin planes para el futuro, que no toma apenas pausa para reflexionar. Mientras sigue en un eterno movimiento perpetuo, en el que no construye nada duradero y acaba de decidir abortar porque no quiere tener hijos, recibe el golpe de la enfermedad de su madre.

La aproximación casual da paso a la persecución por la conquista de una mujer sobre la que proyecta todas sus ambiciones, también emocionales. Probablemente lo primero que hace que se comporte de forma decidida y apasionada en toda su vida. Mientras tanto, las escenas cargadas de situaciones y diálogos cómicos se suceden con la efervescente personalidad que transmite Anaïs Demoustier, llegando a la comedia de enredo con un triángulo amoroso que amenaza con boicotear sus posibilidades con Émilie. Pero no es tan importante si consigue o no cambiar su vida gracias a otra persona, sino lo que aprende en el camino. Una escena final con un brillante salto de eje —que subvierte el sentido del relato y de la relación entre ambas en un simple corte— desvela la verdadera naturaleza del vínculo creado entre ellas. También crea una ruptura en las expectativas de los espectadores, deconstruyendo la ficción romántica y la idealización de su narración.

Para obtener lo que uno quiere en la vida tiene que establecerse prioridades y tener claro lo que no se quiere. Pero ¿por qué debe considerarse mejor el sacrificar el amor, relegarlo a un segundo plano y entregarse al desarrollo profesional que lo opuesto? Tal como Alana Kane aprende al final de Licorice Pizza (Paul Thomas Anderson, 2021), después también de múltiples carreras y desencuentros en un sentido u otro, se aferra a lo que se ha topado por el camino de forma inesperada. Anaïs coge de la mano a Émilie y transforma la narrativa ajena, que la escritora quiere imponerle, en la suya propia. Cambiando así el punto de vista de su relato, colocándose en el centro para convertirse en la protagonista de su historia y dejar de ser el personaje secundario de su vida al servicio de la satisfacción de los demás.

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