Alejandro Agresti, conocido internacionalmente por dirigir a Sandra Bullock y Keanu Reeves en La casa del lago y en menor medida por El sueño de Valentín y Una noche con Sabrina Love, vuelve a los cines después de 9 años de su último estreno, Mecánica popular, con un nuevo drama romántico de tono agradable y delicado con cierta base fantástica en Lo que quisimos ser, aunque en este caso con personajes más maduros y desde una fantasía que crean ellos para conocerse.
Un hombre y una mujer se encuentran a la salida de un cine vacío a finales de los 90 en Argentina y deciden conocerse sin hablar de lo que son en realidad, y sí de lo que les habría gustado ser, evitando los hechos reales de cada uno y manteniendo una relación que se mantiene y crece cada jueves en el mismo restaurante en el que se sentaron la primera vez.
La premisa puede sonar ingenua o poco creíble, pero Agresti logra dotarla de una naturalidad inesperada gracias al tono contenido de las dos principales interpretaciones y una puesta en escena sencilla, casi teatral, que basa gran parte de su encanto en el buen hacer de sus actores y en la forma de convertir Buenos Aires en una suerte de Nueva York con música jazz neutra de fondo. Eleonora Wexler y Luis Rubio encarnan a estos dos personajes con un tipo de química poco habitual en el cine romántico más comercial: no hay tensión sexual evidente ni grandes gestos de enamoramiento, sino una curiosidad mutua que se va decantando lentamente en un afecto casi platónico, en el que la palabra tiene más peso que la acción en su acercamiento personal.
En este sentido, la película, que como digo se apoya sobre todo en el diálogo y las miradas como motor dramático, es simplemente eso, una cosa pequeñita y fácil de ver, en la que temes durante su primera mitad que surja el drama (da la sensación de que no va a hacer falta para disfrutar de la relación), y si bien algunas conversaciones pueden pecar de literarias o excesivamente elaboradas, ese mismo artificio funciona como parte del pacto ficcional que la propia historia propone —estos personajes no están mostrando su realidad, sino inventando versiones idealizadas de sí mismos, intentando vivir una existencia alterna sin consecuencias— y de la gracia natural del idioma argentino —que da más énfasis y empaque a las revelaciones emocionales que superan sus verdaderas identidades, que no personalidades—.
Desconozco cómo es el cine de Agresti en general, habiendo visto únicamente La casa del lago y sabiendo de oídas que era un ‹remake› de una película coreana. Con solo esa información, puedo confirmar que la dirección se mantiene como entonces, en cierto modo funcional y sobrio, pero subrayando de manera cálida inicialmente y un poco más acelerada hacia el final las emociones, intentando evitar en cualquier caso el empalagamiento. Aunque dependerá de cada espectador describir el sabor azucarado o no de Lo que quisimos ser, la película encuentra un equilibrio estético que resulta agradable y tranquilo, pero no particularmente memorable.
Lo que quisimos ser parece cómoda en su ligereza, confiada incluso. Desde esa posición, no se va uno con la sensación de necesitar más de ella, pero se le podría pedir más si nos ponemos: que explorara las consecuencias de vivir en una fantasía sostenida en el tiempo más allá del drama elegido, profundizar un poco más en lo que ese pacto implica en la psicología de sus protagonistas. Pero vaya, todas esas ideas quedan sugeridas e insinuadas, con una contención que para algunos puede ser insatisfactoria y para otros su mayor acierto.
En definitiva, Lo que quisimos ser es una película modesta que transmite una sensación de honestidad sentimental, que se encuentra feliz en la sencillez de su propuesta “mágica” y en el carisma de sus dos actores principales. Aunque creo que intenta conmover más a menudo de lo que lo llega a conseguir, en general es una película perfecta para los espectadores melancólicos que aprecien las puestas en escena delicadas y las interpretaciones llenas de matices.