La partitura (Matthias Glasner)

Vamos a morir todos. Los Lunies, también.

Matthias Glasner experimenta con la idea de la evolución artística de una partitura musical como si se tratase de un elemento orgánico, poniendo por delante el ideal de “darle vida a la música”, en este caso sentenciándola a una inevitable muerte porque, al final, siempre nos queremos llevar por delante todo aquello que creamos por pura arrogancia. En el transcurso, nos permite acercarnos a la familia Lunies, padres e hijos, y fomentar una tragedia casi operística que nada tiene que ver con la teatralidad y mucho con el humor negro, ese más identitario por reír ante la más absoluta tristeza. Porque los Lunies son el claro ejemplo de la infelicidad en vida, de la supervivencia hasta encontrar la muerte, de subsistir por encima de disfrutar la vida y aquí, en ese punto de desesperanza prolongada en el tiempo, es donde gana en regocijo La partitura, pese a que las notas musicales que dan título a la película en España estén escritas por una persona totalmente ajena a los Lunies y que claramente no se inspira en sus experiencias. Anécdotas que enriquecen este tótem dramático.

La partitura se divide en capítulos para darnos a conocer desde sus personajes a las experiencias más representativas de la humanidad, todo para arrojar confianza dentro de la desazón más rutinaria y encontrar un motivo para celebrar la tristeza de los aquí presentes, todo un logro cuando al exceder el drama, el ridículo queda como un elemento icónico. Empezamos con un matrimonio sin comunicación, él con demencia, ella con todas las enfermedades posibles aflorando en su cuerpo, la imagen nítida de la decadencia a la espera de que llegue el final. Desde ese silencio (entre ellos, pero siempre con un mensaje fluido para el espectador) y la tirantez necesaria de personas que no soportan, conocemos con un relato todavía más relajado a los dos hijos de la pareja, adultos (dis)funcionales que mantienen la misma capacidad comunicativa entre ellos y con sus padres, generando la imagen de la perfecta familia odiosa y que nunca dejará de odiarse entre ellos y, por extensión, a sí mismos.

Es en sus decadentes interactuaciones el lugar donde nos acomodamos para observar la forma que va tomando la infelicidad y a la vez la necesidad de subsistir mientras en largas escenas esa partitura que tanto odia su propio creador va tomando forma, va creciendo e interpelando las dificultades del día a día de personas que en apariencia tienen una vida acomodada, con todo lo necesario para interpretarla como exitosa y que volublemente se les escapa de las manos. El drama no tiene nada que ver con agentes externos, es la simple evolución natural de los sentimientos que genera el ostracismo, algo que en ciertos círculos han traducido como comedia, pero que tiene una serie de reminiscencias de realidad cotidiana para aquellos apegados a la ironía. Glasner es delicado y vigoroso, se toma su tiempo para que cada uno de los retratos, como apartados de una telenovela, den una imagen explícita de la familia, tanto cuando son protagonistas de sus capítulos como cuando se refleja su imagen en los ojos del resto de protagonistas. Pese a la densidad del tema, la evolución hasta la muerte, ya sea física, social, artística o experimental, Glasner sabe convertir todas esas horas que compartimos en un viaje fluido, que engancha, donde la más patética experiencia es un revulsivo en el que encontrar la comprensión de personajes que han nacido para odiarles y convertirlos en nuestros íntimos amigos. Todo tiene un porqué y este fin del mundo anónimo se convierte en un experimento donde sus diálogos se transforman, dentro de la excentricidad, en la vida más salvaje y anodina en la que entrometernos.

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