La llegada del hijo (Cecilia Atán, Valeria Pivato)

La maternidad deja huellas físicas. Para Sofía, la maternidad es una larga cicatriz que divide su bajo vientre en dos, una marca que precisa el tamaño exacto que requirió su hijo para salir de ella y formar parte de este mundo. Varias veces se muestra este detalle, esta línea que les une y les separa, y es solo una de las muchas formas en las que tanto Cecilia Atán como Valeria Pivato recuerdan a su protagonista que alguien depende exclusivamente de ella, y lo que en otras ocasiones es una reclamación de la belleza gracias a las imperfecciones de la mujer, en La llegada del hijo se transforma en una historia más anclada en el horror que en el amor, siendo ambos sentimientos retroalimentados.

La película interpreta las líneas temporales a su antojo para que, paso a paso, vayamos descubriendo los porqués de una relación tan esquiva y a la vez pegajosa cuando Alan, el único hijo de Sofía, sale de la cárcel. Seguirán a este hecho eternos silencios por parte de ambos  mientras vamos construyendo poco a poco la imagen que engloba el conflicto, uno profundo que nos sugiere múltiples lecturas sobre el significado de la maternidad. Es sugerente la forma en que se instalan las escenas en los detalles, nos convierten en cómplices capaces de esperar un desenlace, una motivación no necesariamente placentera que aporte luz a esas tensas relaciones familiares.

Las directoras parecen más volcadas en derribar muros alrededor de sus personajes femeninos que en esclarecer las intenciones de Alan, para el que no buscan una motivación o una explicación a su actitud parasitaria como hijo. Lo hacen ya desde la relación materno-filial de la propia madre, al presentarnos a la abuela, Sara, como una persona dominante, capaz de manejar los hilos y de anular las decisiones de su hija con su superioridad monetaria, algo que deja un poso significativo en las acciones y actitudes de todos, un tanto del mal social y económico que es capaz de justificar ciertos tipos de violencia, ciertas actitudes machistas que marcan el desarrollo del film. Una madre, como tal, debe ser abnegada, totalmente entregada a sus vástagos, debe liderar pero siempre comprometerse en ese círculo vicioso, defendiendo, si cabe, lo indefendible. Esto es un problema para Sofía, quien lucha constantemente contra el deber cuando aparecen sus instintos humanos como individua, cuando considera que esa sobreprotección que se le exige rompe en mil pedazos su propia identidad.

Por encima de todo la mirada se centra en Sofía y en su relación con el agua. La lluvia, la ducha, la piscina, las lágrimas… todo gotas derramadas que implican un estado de ánimo para ella, algunas representan su liberación, pero muchas otras son pesadas y opresivas, narrando en todo momento un estado de ánimo, una oscura soledad, un anhelo. Sofía es una madre que sufre las consecuencias de la existencia de un hijo, ese que salió por donde marca la cicatriz y del que no puede, como mandato social del significado de ser madre, desprenderse sin más. La sombra que les persigue es el pequeño pero significativo papel de Greta Fernández, quien aparece como un mero apunte a pie de página con su incendiario cabello. Las directoras la utilizan como un símbolo con diferentes matices para esta familia anclada en la sumisión mutua, donde cada persona la percibe o la recuerda de un modo diferente.

El mimo con que tratan la soledad de Sofía es extraordinario. Una mujer cuestionada y a la vez llena de preguntas para aquellos que le rodean, que desesperada no consigue entonar en voz alta. Se enfrenta a ese acoso patriarcal de su madre, pero también esa intención de su hijo de encontrar a su amante (así es como se percibe) madre como el día antes de involucrarse en los hechos que han cambiado la vida de todos, poder volver a ahuecarse debajo del ala de su progenitora como si todavía fuese el adolescente caprichoso, aunque en su rostro perdure la dureza de lo que vivió durante esos años que estuvieron separados.

La llegada del hijo es amarga, no cuestiona la necesidad femenina frente a la maternidad, pero sí la situación que en ocasiones anula a la mujer como ente frente a las demandas de esa persona con la que comparte las entrañas. Atán y Pivato arrojan sus dudas, dibujan la angustia de la madre e intentan romper el muro que la separa de su yo, ese que existía mucho antes de la maternidad. Los reflejos, y ya no solo los que ofrece el agua, son cómplices de esos dos pensamientos que acoge Sofía en su cabeza, pues parece que le griten dentro de su mundo que esas dos fuerzas que conviven en su vida no pueden unirse, una siempre estará por encima de la otra. Desde que llegó su hijo.

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