
Cuando Tsuda, un hombre de negocios, reconecta con Kojima, su amigo de la infancia y ahora boxeador profesional, su amistad se torna en una intensa rivalidad por las sospechas del primero de que Kojima coquetea con su novia Hizuru. Sin embargo, al enfrentarle abiertamente, pierde la pelea y, además, su actitud recelosa le aleja a Hizuru, con lo que decide entrenarse como boxeador con la esperanza de vengarse de su amigo y, de algún modo, recuperar la confianza de su novia.
Con esta base narrativa, la trama de Tokyo Fist, del director japonés Shinya Tsukamoto, podría resumirse en una premisa de rivalidad clásica que utiliza el boxeo como nexo entre los personajes; pero muy pronto se constata que esto no es exactamente así. El boxeo, más que la herramienta de dignificación y catarsis de Tsuda, significa su descenso al descontrol absoluto y a la furia ciega, transformándose en una máquina de matar alentada por el deseo de venganza; a Kojima, por otro lado, el boxeo le hace ver desde el principio como un ser cruel e inhumano, casi como una fuerza sobrenatural, pero su desarrollo se produce en cierto modo en contraste a Tsuda: su humanidad, en forma de miedos y de traumas reprimidos, aparece como un resquicio en la vorágine de violencia en la que se ha convertido su vida cotidiana y que proyecta a los demás.

De hecho, desde el primer minuto queda patente la declaración radical de intenciones de la película en forma y narrativa, con un montaje acelerado y agresivo de una sesión de entrenamiento de boxeo, aderezado con secuencias en las que uno de los personajes golpea y atraviesa lo que parece una pantalla de carne, con movimientos de desencuadre bruscos, previo a la presentación del título de la cinta. Ya con esta introducción somos conscientes de que esta va a ser una obra en la que, no solo la violencia física, sino todas las emociones se muestran estilizadas, exageradas y concebidas como un asalto a los sentidos, reflejando la obsesión malsana en la que están inmersos sus protagonistas. Para ello, y durante todo su metraje, la cinta hace de la agresividad su herramienta formal; sus secuencias están llenas de cortes bruscos y montajes acelerados, su uso del sonido hace que cada golpe se sienta como un latigazo explosivo, y el empleo frecuente de lentes monocromáticas encuadra sus escenas en una dimensión subjetiva que aleja a sus personajes de una realidad palpable y les sumerge en una expresión emocional desaforada que también se traslada al espectador.
Tokyo Fist no sería lo que es sin todo este aparataje audiovisual, que convierte su premisa clásica y en cierto modo predecible en una exploración sensorial muy difícil de olvidar, que alcanza extremos tan desagradables como fascinantes en su glorificación estilística de la violencia, el dolor físico y la destrucción del cuerpo. Incluso se desprende de ella una cierta hiperfijación fetichista, que es especialmente patente en el conflicto principal y la manera en la que retrata la práctica y el entrenamiento de los boxeadores; pero también cuando la historia se centra en el personaje de Hizuru y, en particular, las escenas en las que perfora sus dos orejas para colocarse sendos aros, filmadas de manera explícita y con un gusto morboso por el detalle de la mutilación corporal, que contrasta con la mundanidad del acto.

Esto último me parece importante de cara a entender la propuesta estilística de la película y lo que tiene que decir, porque a Tsukamoto le interesa explorar las emociones fuertes y descontroladas de sus personajes, pero este no significa necesariamente que su perspectiva sea orgánica y fiel a la intensidad real de dichas emociones; no le importa exagerarlas, como tampoco le importa resignificarlas para crear imágenes más agresivas y enfermizas. Incluso cuando sus personajes pierden el control, la puesta en escena no solo les está acompañando en la locura: también la está preludiando y continuando artificialmente, creándola en ocasiones y proyectando obsesiones propias en ellos, más que de desprenderlas de sus actos y pensamientos en la trama.
Por ello, aunque hay algún punto que me hubiera gustado ver explorado con un mayor sentido de la linealidad, como la perspectiva que se siente algo errática de Hizuru, Tokyo Fist basa su fuerza y su impacto, más que en los personajes en sí y sus puntos de vista, en la impronta autoral que observa a dichos personajes y sus conflictos desde una perspectiva muy concreta, magnificando y contextualizando sus experiencias en una hipérbole expresiva constante, que genera y celebra su propia violencia. En ese sentido, lo que logra aquí Tsukamoto es muy meritorio, porque sus imágenes no dejan de impactar durante todo el metraje, y la artificialidad narrativa no solo no es un impedimento para el disfrute de las mismas, sino que les añade todavía más contundencia y convierte esta en una cinta que, si bien no necesariamente alcanza un mensaje narrativo claro, sí supone un viaje inmersivo fascinante al terreno subjetivo de su director.







