La alternativa | Padre e hijo (Aleksandr Sokúrov)

«¿Hacía donde me estás llevando? A algún lugar en el pasado». Las palabras de un personaje que nunca pudo tener presente la ansiada figura paterna conectan directamente con la concepción de un film que toma forma de ensoñación, de viaje empapado por un halo surreal. Sokúrov teje en Padre e hijo un espacio atemporal, parapetado por una fotografía que refuerza esa condición de extraña ilusión, como si todo pendiese de un fino alambre. Es el apartado visual, pues, el encargado de componer espacios desde los que dar rienda suelta a una metafísica densa, pastosa, por momentos enigmática y en no pocas ocasiones hermética. Estamos, en efecto, ante una obra desafiante pero, ante todo, inconformista, que lo es principalmente por su falta de complejos y por una libertad abrasadora, que confía en el poder de sus imágenes, en la cadencia de su tempo y en la omnipresencia de una partitura que mide a cada minuto su tono.

Padre e hijo expresa movimiento sin que sus personajes apenas se muevan: desde la consonancia con un pasado que se siente, sin embargo, cercano, a través de un vínculo que refleja contradicciones y expresa una feroz ambigüedad —se podría hablar largo y tendido de la homoerótica que destila esa relación paterno-filial sobre la que se cimienta el núcleo del film—, y partiendo de una fisicidad que complementa cada diálogo sin resultar obvia o afectada. Es, de hecho, la secuencia de apertura que nos entrega el cineasta ruso, con el hijo yaciendo sobre el lecho de su padre en posición fetal tras un incómodo braceo entre ambos, aquella que mejor define el carácter de un film escurridizo. No tanto por lo intrincado de algunos de sus pasajes como por aquello que sugiere Sokúrov en una gestualidad que se siente tan contenida como reveladora al mismo tiempo, teñida las veces por la contrariedad y matizada a través de secuencias que, con poco, llegan mucho más lejos de lo que uno podría esperar —como en ese encuentro del protagonista con su pareja, desde el que el cineasta ruso dirime con palabras la estrecha relación que sostiene con su progenitor—.

Así, su condición cuasi laberíntica, repleta de pasajes que conforman un mosaico estimulante, en el que lo tangible se encuentra al mismo tiempo con lo ilusorio a través de las distintas capas que confiere Sokúrov al film, dota a Padre e hijo de una dimensión que se aleja de su naturaleza reflexiva. Hay algo voluble, resbaladizo, incluso hosco en sus imágenes, desde las que revelar una construcción etérea, tanto como el recorrido de sus dos personajes centrales, que se devanea entre sueños, diálogos, miradas de soslayo al pasado, una ineludible mirada al futuro.

Es, de hecho, el modo en cómo contrapone el sueño que narran hijo y padre (respectivamente) al inicio y final de la obra, la forma de expresar un anhelo que cada uno sostiene a su manera. Por más, pues, que Aleksei, el vástago, manifieste no poder vivir en felicidad ante la ausencia del progenitor cuando este sugiere un cambio de aires, una nueva oportunidad, solo queda conocer cómo convivir con una soledad más poderosa que el propio anhelo, que la necesidad.

La desaparición del padre se explicita como una tragedia («Nada puede compararse a la desaparición de mi padre» expresa Sasha, ese muchacho que ha perdido dicha figura) pero al mismo tiempo como un proceso inexorable («Sí, tú tienes padre. Pero ni siquiera te envidio» alega el mismo personaje), algo sugerido por la inevitabilidad del tiempo. Y Sokúrov lo manifiesta en una película que se nos escurre con facilidad de las manos; bella, inescrutable, lúcida y de una visión certera en esa volatilidad, Padre e hijo se constituye como un film cuyo hado se aleja de cualquier asunción previa logrando condensar un cine tan impenetrable las veces como sugestivo y perspicaz la mayoría del tiempo.

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