La alternativa | La venganza de los cuarenta y siete samuráis (Kenji Mizoguchi)

Podríamos asimilar la relevancia de Chūshingura para el arte japonés por ejemplo con la de Hamlet para el anglosajón. No hay historia más adaptada y visionada en el cine, el teatro y la televisión japonesa que esta obra magna de la cultura nipona que relata los incidentes acaecidos en los primeros años del siglo XVIII en el shogunato de Tokugawa Tsunayoshi, en el cual tras una fiesta protocolaria de recepción en el castillo de Ako celebrada para agasajar a los enviados de la Corte Imperial, el Lord Asano (un nuevo rico que había ascendido en el noble escalafón feudal japonés gracias a su esfuerzo y que ostentaba bajo sus dominios las florecientes tierras de Ako) repentinamente intentó asesinar al jefe de protocolo Kira por motivos desconocidos (las malas lenguas aducen este hecho a una motivación de deshonor familiar si bien la leyenda parece indicar que se debió a un simple insulto lanzado por Kira en contra del pujante Lord Asano). Como consecuencia de este acto de deshonor, los magistrados del Shogun sentenciaron a Lord Asano a infringirse seppuku (el harakiri de toda la vida que ha transformado su nomenclatura gracias a la obra maestra de Masaki Kobayashi) perdonando sin castigo alguno al jefe de protocolo Kira (el cual mantenía estrechos lazos familiares y de linaje con los jueces y la nobleza feudal de Edo). Las tierras de Asano fueron confiscadas y sus vasallos y samurais cayeron en desgracia, convirtiéndose en Ronin sin señor al que servir.

Sin embargo 47 de los antiguos samurais al servicio de Lord Asano liderados por el jefe Oishi hicieron un juramento con sangre para vengar la afrenta cometida en contra de su señor por parte de los jueces del Shogun, labrando de este modo un plan durante más de dos años para asaltar el castillo de Kira y así asesinar al inductor de la degradación de su antiguo jefe. La historia concluye con la toma del castillo y el asesinato de Kira por parte de los aguerridos 47 ronin a pesar del hecho de haber tenido que luchar contra un ejército que les triplicaba en número de efectivos. Posteriormente los ronin fueron condenados a harakiri, que en un acto de dignidad consumaron en una ceremonia conjunta. Como se desprende de la descripción de la fábula, sin duda Chūshingura posee todos los ingredientes necesarios que ostentan las leyendas que traspasan los límites del espacio y del tiempo. En ella están presenten temas tan recurrentes en la literatura de la Edad de Oro medieval como la venganza, el honor, la lealtad, el sacrificio desinteresado en favor de una causa justa, la espiritualidad más allá de lo establecido por los mandatos de la religión, y todo ello revestido con un acto de heroísmo exacerbado que otorga al relato esa atmósfera épica manifestada en las grandes tragedias de William Shakespeare.

La leyenda de Chūshingura se extendió a lo largo y ancho de Japón gracias a su representación en los míticos teatros ambulantes de Kabuki, siendo ésta la principal correa de transmisión de la leyenda a lo largo de los siglos. En cine existen numerosas y diversas versiones del mito, más allá de la recién estrenada película protagonizada por Keanu Reeves . Una de las más pretéritas fue la versión muda filmada en 1.928 por Shozo Makino. La más conocida en términos populares quizás sea la llevada a cabo en los sesenta por el mítico director japonés Hiroshi Inagaki. Igualmente existen dos títulos más desconocidos dirigidos por Kunio Watanabe en los años cincuenta y por Kon Ichikawa en los noventa, e incluso existe una desmitificación de la epopeya rodada en formato de J-Horror por Kinji Fukasaku titulada Crest of Betrayal. 

Pero la que para mí es la versión más importante en términos históricos y cinematográficos es sin duda la realizada en 1.941 por uno de los mejores directores de la historia del cine de todos los tiempos, el irrepetible Kenji Mizoguchi. ¿Por qué en términos históricos? Porque la cinta es una auténtica pieza de museo del cine japonés, una de las pocas obras que se conservan del cine nipón rodado durante la II Guerra Mundial y sin duda una cinta que se esculpió con la motivación propagandística de alentar la moral del pueblo japonés en unas fechas marcadas por la barbarie y la sinrazón de la guerra. Mucho se ha comentado acerca del carácter impersonal manifestado por Mizoguchi en la cinta, partiendo del hecho de que su director es evidentemente una de las figuras paradigmáticas del cine de autor de todos los tiempos poseedor de un universo personal e intransferible que dibujaba un cosmos indeleble rebosante de pesimismo, crueldad, hipocresía, siendo la mujer (principalmente geishas) y sus circunstancias el epicentro de la galaxia del cineasta japonés. Ese universo es cierto que no está presente en La venganza de los cuarenta y siete samuráis, puesto que a diferencia de la inmensa mayoría de las obras de arte de Mizoguchi, en ésta la mujer juega un papel accesorio y prescindible, siendo por tanto básicamente una historia de marcada preeminencia masculina.

Mizoguhi era por aquel entonces, junto a Yasujiro Ozu y Mikio Naruse el gran director del cine japonés. El maestro ya había sentado cátedra en obras tan importantes como Las amapolas, Elegía de Naiwa, Las hermanas de Gion, El valle del amor y la tristeza y fundamentalmente con Historia de los crisantemos tardíos (obra de marcado cosmos japonés en la que se rendía homenaje precisamente al mundo de los actores ambulantes del teatro Kabuki). Por los designios del emperador, Kenji fue nombrado encargado militar del ministerio de propaganda del Imperio, y por tanto se le asignó el encargo de rodar para el cine una adaptación de la monumental obra Chūshingura con el fin de reforzar la autoestima de las tropas y la población japonesas. La película se dividió en dos partes de una hora y cincuenta minutos cada una, estrenándose la primera parte justo una semana antes del ataque japonés a Pearl Harbor.

El estreno en cines de este primer episodio fue un tremendo fracaso de taquilla. La película fue acusada de centrarse en demasía en el estudio psicológico de los personajes en lugar de fijar la atención en el segmento de puro espectáculo y propaganda bélica de exaltación del orgullo y espíritu de sacrificio de la nación japonesa del que goza el relato, el cual era el principal objetivo del film para las autoridades militares que produjeron el film. No obstante, esto no fue óbice para que unos meses después llegara a los cines el segundo episodio, el cual al igual que el primero, carecía de esos elementos aventureros de la narración. A pesar de estar dividida en dos partes, la película se entiende como un todo indisoluble, ya que tanto la primera como la segunda parte no tienen razón de ser sin su complemento. Algo similar a lo que parece suceder con el reciente estreno de Lars Von Trier Nymphomaniac, a diferencia de otras películas divididas en dos episodios como pueden ser Los nibelungos o Ivan el Terrible, cuyos fragmentos guardaban cierto carácter independiente.

Y es que si alguien busca una historia de acción trepidante, grandes batallas, coreografías a katana armada y luchas sin cuartel, ya pueden olvidarse de visualizar esta obra maestra de Mizoguchi, porque un elemento diferenciador que ostenta el film con respecto a otras adaptaciones de la leyenda de los 47 Ronin es que no ostenta ninguna escena bélica. Ni siquiera está presente en el metraje la escena culmen del relato que no es otra que la toma del castillo llevada a cabo por los heroicos 47 Ronin. Porque el principal interés de Mizoguchi, como ya habíamos comentado anteriormente, fue filmar un relato introspectivo, pausado, podríamos incluso calificarlo como tedioso, el cual sirviese para trazar una epopeya guiada por los rígidos dictados del bushido (el código samurai), libro que establecía las pautas que marcaban esa eterna lealtad que el samurai debía a su señor feudal. Así a lo largo de todo el metraje queda clara la fidelidad de los ronin así como el tormento interior que la injusta condena lanzada contra su jefe les conlleva. Pero, esto no es revestido con ningún símbolo de épica. Así no se mostraran ni el harakiri perpetrado por Lord Asano, ni el ya comentado asalto al castillo de Kira, ni el acto litúrgico de suicidio colectivo posterior de los 47 héroes. Ni tan siquiera la película muestra interés alguno en detallar la estrategia y diseño de planes de asalto y venganza elaborados por el chambelán Oishi y sus 46 colaboradores, elemento central por ejemplo en la película de Inagaki.

A diferencia de los que opinan que La venganza de los cuarenta y siete samuráis es una película de encargo y por tanto impersonal de Mizoguchi, para un servidor es una de sus obras más complejas e inclasificables y por tanto una de sus más personales. En ella se atisban por primera vez esos majestuosos planos fijos que marcaron la puesta en escena de sus mejores películas de los cincuenta. La cámara de Mizoguchi apenas se mueve para mostrar el entorno salvaje que rodea a las casas de bambú en las cuales se desarrolla la cinta principalmente. El director japonés utiliza la grúa con movimientos lentos y pausados que acompañan los paseos de los personajes por las calles y exteriores hogareños, fijando el objetivo sin dotarle de movimiento alguno en los planos de interior, en los cuales los actores conversan a ras de tatami moviéndose sosegadamente a través de la estancia sin necesidad de que la cámara precise cambiar su ubicación. Por tanto, fotográficamente la película supone un paso adelante en el estilo dialéctico del cine de Mizoguchi, siendo por ello un claro antecedente del estilo fotográfico mimetizado por Mizoguchi y empleado por el maestro de forma radical en una obra tan emblemática como La vida de Oharu. Y es que el ritmo de la epopeya fluye como el cauce de un río por medio del empalme de los diversos planos secuencia que adornan la puesta en escena de la cinta, como si de una película de Bela Tarr se tratara, de modo que el dinamismo trepidante típico de las películas de samurais deja paso a un ritmo puramente contemplativo de cine de autor. De hecho, uno de los directores que inmediatamente vienen a la cabeza al finalizar la visualización de la película es el Carl Theodor Dreyer de La pasión de Juana de Arco y Ordet puesto que el estilo ascético y despovisto de ornamentos impostados elegido por Mizoguchi se refleja como en las cristalinas aguas de un arroyo con el del maestro danés.

Mizoguchi cocina un plato a fuego muy lento, de estilo muy teatral (reservando un maravilloso homenaje al Kabuki gracias a una magistral escena incrustada en la segunda parte) en el que pretende sobre todo rodar una tragedia de reminiscencias shakesperianas, para reflejar la lucha interior por salvaguardar el honor de su malogrado amo desempeñada por el chambelán Oishi y los leales discípulos de Lord Asano. Así, podríamos comparar la obra de Mizoguchi con una adaptación a la japonesa de Hamlet, en la que Oishi desempeñaría el papel del príncipe vengador en contra del nuevo Rey Kira, desvistiendo la trama de toda reminiscencia épica. La venganza de los cuarenta y siete samuráis es sobre todo un poema visual de una elegancia supina y un intimismo desolador que exalta el honor y el sacrificio imperantes en la idiosincrasia y forma de ser japonesa.

La influencia de esta magna obra alumbrada en el Japón Imperial se ha hecho sentir no solo en el cine japonés, sino fundamentalmente en el europeo. Así es fácil encontrar nexos comunes en La venganza de los cuarenta y siete samuráis con dos obras maestras de Akira Kurosawa como Los 7 samurais (en la cual la primera parte conserva ese estilo tedioso de la obra de Mizoguchi) y especialmente con Barbarroja, cinta que prácticamente calca planos de la obra de Mizoguchi. Del mismo modo el estilo vertido por Mizoguchi en este emblemático film ha sido abrazado por cineastas de la talla de Bela Tarr o Wim Wenders. Por tanto, La venganza de los cuarenta y siete samuráis es sin duda una película de visionado imprescindible para los amantes del cine de autor de trincheras y por consiguiente una perfecta alternativa para la visión épica y espectacular del mito que de la mano de Keanu Reeves acaba de aterrizar en las pantallas españolas.

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