Despertar de un sueño puede convertirse en una auténtica pesadilla. Es algo que deberían advertir a Nora, la protagonista de la extraña y sutil obra de Jean-Pierre Mocky en su primer escarceo con el cine fantástico. Litan roba su nombre a un pueblo ficticio en el que está de paso tanto Nora como su pareja, Jock —que interpreta el mismísimo Mocky, personaje para el que reserva algunas de las más espectaculares escenas—. El motivo de su presencia en ese singular pueblo queda en un tema anecdótico cuando ese sueño del que despierta abruptamente Nora nada más iniciar el film toma las riendas de nuestro interés. El caos solo acaba de comenzar.
A medio camino entre el terror y el fantástico, Litan se enfrenta a un constante cambio que nos transportan frenéticamente por una huida al abismo por parte de dos foráneos que tienen la mala suerte de presenciar un día de festividad local donde no solo sus habitantes enmascarados dan miedo. Abrazando el ‹folk horror›, Jean-Pierre Mocky parece haber retroalimentado su imaginería con un amplio abanico de referencias, con su música y escenas ‹giallescas›, sus extraños personajes propios de Jodorowsky, la sensación de presencias extracorpóreas de La invasión de los ultracuerpos, incluso algunos guiños a la ultraviolencia de Kubrick en La naranja mecánica o la confluencia lumínica de Excalibur. Todo es válido y adaptable a la compleja desventura en la que se ve sumida esta pareja frente a lo que podría tratarse del fin del mundo hasta entonces conocido.
La película no pierde la oportunidad de forzar sus rarezas hasta llegar a situaciones absurdamente cómicas, aunque es capaz de retomar ese clímax pesadillesco vez tras otra, dando forma a ese corto pero intenso sueño con el que arrancaba el film. Sus propios giros argumentales nos llevan a pensar en zombies, experimentos médicos, hechizos e incluso el envenenamiento del agua potable, siendo todas estas ideas válidas y plausibles. Litan sigue un ritmo vertiginoso en su adaptable argumento, pero su fin parece claro desde un inicio, dando sentido a cada una de sus anárquicas líneas argumentales en un lúgubre y acertado plano final.
Nos perdemos así entre las callejuelas y cuevas de este apartado pueblo en mitad de las montañas, olvidando en ocasiones la motivación de la huida de sus protagonistas, con la constante predisposición a luchar por su vida en una película que apela a la muerte y su significado en distintos diálogos, mientras sus habitantes van convirtiéndose en silenciosos testigos de ese ente extraño que se está apoderando de sus cuerpos. Original y atrevida, Litan podría pasar por la hermana pequeña de la obra magna de Robin Hardy, El hombre de mimbre si no fuese por ese aire onírico que se apodera de todo. La intuición femenina en este caso no nos deja ver con claridad lo que es real al enfrentarlo a lo que consideramos imposible, permitiendo que este guion escrito a seis manos (junto a Jean-Pierre Mocky encontramos a Jean-Claude Romer y Patrick Granier, no siendo esta su única colaboración juntos) sea una locura muy bien ejecutada, por mucho que pueda parecer inicialmente una ópera bufa, pues sabe tomar las riendas en este experimento sobre los ideales de muerte y los ritos paganos todavía anclados en lo rural, abriéndose paso, casi por casualidad, esa línea en la que es imposible distinguir la locura (un pueblo remoto es un sitio como otro cualquiera donde alojar un manicomio) de la premonición, más si cabe cuando estás rodeado de gente que oculta sus rostros con máscaras y que, quien no las lleva, parece que haya perdido la noción del aquí, del ahora. Litan es tan atrevida como desconcertante, una propuesta singular con un mensaje imprevisible, casi metafísico, donde se sigue esa máxima que dice que el misterio se esconde en los ojos de quien tienes delante.
