Kuso (Steven Ellison)

Cada nueva escena en Kuso es toda una declaración de intenciones. Prácticas sexuales del más extraño repertorio, pus como ente de afiliación a una sociedad de vuelta de todo, enfermedades de singular índole —relacionadas, como no, con zonas erógenas— y fluidos corporales por doquier. Una vez abierta su puerta, o se sale o ya no hay vuelta atrás: esa amalgama donde el exceso, la provocación y el más puro absurdo perviven no admite ni medias tintas ni lecturas sesgadas, sus intenciones en el ámbito formal resultan tan claras, como estimulante y extrañamente indescifrable puede resultar su fondo.

Steven Ellison crea así un universo que se (de)construye a través de escenas y escenarios aunque intente aunar el relato bajo un todo a fuerza de encajar a sus personajes en parcelas que no son propiamente la suya, por mucho que convivan en ese microcosmos purulento. De una crónica a otra, Ellison va abriendo un prisma que despliega todo su imaginario en esa ponzoña supurante vertida en el celuloide, y que ante todo no integra todos esos ambientes y situaciones malsanas como forma de incitación, sino como modo de expansión de un mundo que no cesa de arrojar material nocivo a la propia pantalla, aunque todo ello conduzca a un estado que, como no podría ser de otra manera, ejerce de reflejo. Reflejo de una sociedad degenerada y viciada.

El formato corto, aunque —como comentaba— enlazado en un largo, es el elegido por el afamado productor musical para armar una serie de piezas a través de las cuales describir un ambiente irrespirable, casi en todo momento amparado por interiores lóbregos, sórdidos, descritos por un indómito caos que se deduce tanto de las situaciones descritas como de la disposición de unos personajes cuya mayor virtud es no fijar un tiempo concreto, además de complementar a la perfección aquello establecido mediante una indescriptible atmósfera, tan capaz de fomentar un estado irrespirable como de añadir muescas cómicas que incluso juegan a destensar un panorama acerca del cual hasta parecen ironizar.

Esa veta cómica, sujeta con acierto durante ciertas fases del metraje, quizá termina por adolecer más allá de una continuidad, de un discurso de mayor madurez, que no se ciña tanto a sus características como a su carácter. De un discurso que, en definitiva, no se regodee tanto en sus peculiaridades —por mucho que sean una de las vertientes más aprovechables de Kuso, en especial por la disposición y empeño de Ellison—, sino busque afianzarse en una condición que sus mismas imágenes parecen estarle otorgando con una facilidad inaudita.

Lo que bien podría haberse transformado en el enésimo (y estéril) debate acerca de si Kuso provoca o transgrede las «barreras» de un arte precisamente creado (en parte y como cualquier arte) para eso, es evitado y conducido por Ellison con una personalidad fuera de toda duda: no hay apenas una imagen o instante que no certifique cuales son las constantes —ya devengan en atributo o defecto, dependiendo del receptor— de una obra que no se doblega ante nada, y prosigue su camino con un carácter envidiable.

Kuso emerge así como un film que, a riesgo de levantar ampollas debido a sus formas, no rinde cuentas ante nada ni nadie, un film que si bien es claro en su voluntad, posee ciertos defectos en lo que podría haber sido una nueva veta para el resurgimiento de un ‹trash cinema› cada vez más lejano y —quizá y en cierto modo— necesario, pues esa carencia al no encontrar un recorrido constante, tanto en ese citado citado filón humorístico como en la cohesión de un conjunto que, por momentos, termina sintiéndose perdido, un tanto deshilachado, restan la fuerza que podría haber dispuesto una carta de presentación única. Quizá todo ello quepa dentro de ese consensuado caos y de una asalvajada naturaleza que terminan por dotar a Kuso de una rara importancia, pero en tal caso habrá que seguir los pasos de Ellison —a no ser que Kuso no sea más que un escarceo puntual— para ver si puede pulir detalles y otorgar a su cine la valía que realmente pareciera poder tener.

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