Jone tiene mucho que decidir y poco margen, todavía sin saberlo, para actuar. Por eso, a veces, piensa que sí o piensa que no. Esas veces las ha retratado Sara Fantova que avanza el tiempo de las ‹coming of age› a ese momento en que parece que la adolescencia ha quedado muy atrás, pero que las responsabilidades adultas todavía son un peso que digerir.
Es como nace Jone, a veces que discurre en una intensa semana de festividades y dramas existenciales que elevarán a su protagonista a otro estado vital sin buscarlo. La interpretación de la directora es sencilla, directa y humana, un pequeño paseo por la vida de alguien, donde se esconde un mimo y una admiración encantadora por el universo de Jone, uno de esos que parece esconder lo vívido, lo personal, sin poner etiquetas.
Jone está lista para la Semana grande de Bilbao en pleno agosto, y el universo le obliga a prepararse para lo que significa la enfermedad de su padre. Jone es clara, pero no transparente, tiene sus propias inquietudes internas que compartimos en sus frases inacabadas, en la forma en que observa a los que la rodean cuando sabe que no son conscientes de su presencia. Una muchacha joven que valora si puede comerse el mundo o el mundo sería capaz de devorarla a ella antes, una sensación que le llega temprana, sin buscarla, sin desearla siquiera. Porque a veces todo aquello que nos rodea condiciona nuestras decisiones en el momento más inesperado y, para ella, ese momento vital que cada año comparte con sus amigas en su Kaskagorri, donde Jone debería ser su propia protagonista, va quedando desdibujado con otro tipo de protagonismo, también propio, conservando la esencia pero apagando el fuego.
Esos días de verano de cualquier despertar adulto son tan intensos como en otras historias similares: hay amor, hay fiesta, exaltación de la amistad y dramas, pero la realizadora guarda un espacio especial para Aitor, su padre, y la enfermedad que parece avanzar, de repente, a pasos agigantados. Lo hace con mimo y mucho espacio, pero es evidente la necesidad de narrar ese punto de inflexión en la vida familiar, ese paso donde la joven era una más del equipo y que debe ponderar si las exigencias de la vida le van a colocar la medalla de líder. Nadie quiere serlo así, pero Fantova se implica para que el conjunto de esa semana en la vida de Jone sea menos dramático sin perder su urgencia por el realismo.
Transitamos por las fiestas intensas y derrochadoras de Jone, donde hay alcohol, bailes y flirteos para madrugar en una casa donde recomponer la ayuda a un padre que todavía no está decidido a permitir que eso ocurra, aunque sepa que no tendrá más remedio que asumirlo. Hay así dos mundos con los que debe lidiar Jone, en los que se debe sumergir aunque todavía no sepa calibrar cómo mantenerlos vivos a un tiempo. Jone no es perfecta ni capaz de afrontarlo todo tan rápido y con temple, siendo aquí donde el film gana enteros al ser gente “normal”, no siempre capaz de comunicarse, no siempre dispuesta a llevar la voz cantante, que prueba y fracasa, que no es capaz de parar el tiempo y asume, como puede, las mutaciones del día a día.
Jone, a veces es una película cercana, un cuento de verano apartado de idealizaciones que busca, más allá de ver cómo crece a pasos agigantados su protagonista, esa conexión entre padre e hija que funciona como un abrazo que no se necesita presenciar para sentirlo. No intenta inventar ni aleccionar, solo permitir que parezca que esta historia se construye sola, con los vaivenes de un transitorio verano, recordándonos que siempre hay algo nuevo que afrontar para lo que no estamos preparados. Porque los veranos más significativos pueden ser mágicos y escarpados al mismo tiempo.
